Fundado en 1910
tribunaJavier Junceda

La causa de la libertad

Llevamos desde finales del diecinueve subidos a la misma rueda del hámster, y eso que los Estados de derecho debieran estar bien preparados para combatir estas cíclicas amenazas a la libertad, pero no lo están

La abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la propiedad de la tierra o las restantes libertades han sido metas alcanzadas tras contiendas prolongadas durante siglos, recuerda el maestro Ihering en La lucha por el Derecho, un clásico de obligada lectura. La buena salud del patrimonio jurídico de cada persona constituye, para él, la garantía de existencia de cualquier país. Pero, como el daño a las raíces de un árbol dificulta que broten sus frutos, los déspotas suelen conocer al dedillo hacia donde apuntar su mortífera hacha para derribarlo: «antes de cortar la copa procuran destruir la raíz, dirigiendo sus certeros tiros contra los derechos individuales, desconociéndolos y atropellándolos», escribe con clarividencia el sabio de Aurich.

En términos que parecen pensados para estos tiempos, las consideraciones del egregio jurista alemán en su más célebre obra se extienden a las distintas fórmulas para acabar con los sistemas germinados en torno a la libertad. Sostiene Ihering como si lo hubiera redactado hoy: «destruir en el campesino su libertad acrecentando sus impuestos y gabelas; colocar al habitante de las ciudades bajo la tutela de la policía, no permitiéndole hacer un viaje sino obligándole a presentar a cada paso su pasaporte; encadenar el pensamiento del escritor por medio de leyes injustas; repartir los impuestos según capricho y obedeciendo al favoritismo y a la influencia, son principios tales, que un Maquiavelo no podría inventarlos mejores para matar en un pueblo todo sentimiento civil, toda fuerza, y asegurar al despotismo una tranquila conquista». Como puede advertirse, llevamos desde finales del diecinueve subidos a la misma rueda del hámster, y eso que los Estados de derecho debieran estar bien preparados para combatir estas cíclicas amenazas a la libertad, pero no lo están.

Abby Mann, en su guion de la insuperable película sobre el juicio a los jueces en Núremberg, por el que ganó un Óscar, pone en boca del juez norteamericano Dan Haywood –encarnado por el gran Spencer Tracy– unas palabras que resumen esa defensa a ultranza de los valores que tendrían que seguir guiando a cualquier generación. Declara en su sentencia, mirando con conmovedora intensidad desde los estrados: «una nación y sus ciudadanos son la causa que defienden cuando defender algo es lo más difícil. Ante los pueblos del mundo, permítanme que proclame en nuestro fallo aquello que defendemos: justicia, verdad, y el respeto que merece el ser humano».

A diferencia de lo que tanto se pregona ahora, no ha sido la causa de la igualdad la que ha protagonizado la historia de la humanidad, sino esa otra apasionada que resume Tracy en la cinta de Stanley Kramer. Es más: en aquellos regímenes que han convertido a la igualdad en su santo y seña es donde precisamente se dan los mayores ataques a la dignidad del hombre. Convertida en patente de corso para legitimar una uniformidad forzada con genuinos rasgos totalitarios –porque todos los animales son iguales, pero algunos más que otros, como describe Orwell en su Granja–, la igualdad se ha convertido en la antítesis misma de la libertad, cuando ha sido desde siempre un mero complemento de esta, limitada a las condiciones de partida para progresar y a la aplicación efectiva de la Ley.

A mediados de los sesenta utilizábamos la expresión «mundo libre» para definir a las democracias que contaban con economías sociales de mercado, en las que los gobiernos se sucedían tras comicios limpios, con mayorías que respetaban a minorías y en donde existía una real separación de poderes, fomentándose las principales libertades económicas e individuales, poniendo la ley al servicio de la sociedad, y nunca al revés. En esas modélicas democracias, como describe con acierto Chris Patten, «los ciudadanos no temían que les golpearan la puerta en medio de la noche y por eso la prosperidad aumentó y se difundió». Aunque no haya sistema perfecto, el del «mundo libre» no ha sido superado desde luego por ninguno desde entonces, y por eso toca seguir reivindicándolo ante los que pretenden sustituirlo por modelos que, so pretexto de proteger la igualdad, lo único que persiguen es perpetrar constantes liberticidios.

¡Es la libertad, estúpido!, podríamos exclamar parafraseando al asesor de Clinton. Hemos de volver a luchar sin desmayo por ella, recuperando ese decente e impecable «mundo libre» civilizado que tantas satisfacciones nos ha dado y tan necesitado está de defensa dentro y fuera de nuestras fronteras.

  • Javier Junceda es jurista y escritor