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tribunaMiguel Aranguren

Ussía, yo y las circunstancias (II)

El hombre bajito, rubio y un tanto hortera se me descubrió como un tipo encantador, pues acudió en mi auxilio al ver que me bajaba un goterón de sudor frío por el cuello

Me ha halagado de tal manera la acogida que ha tenido la primera parte de este artículo, que me propongo continuarlo allí donde lo dejé. Antes, deseo que quede claro que es Alfonso Ussía quien tiene una legión de lectores, así que ha sido su nombre y no el mío el que ha atraído tanto interés. Espero que, al menos, me caigan algunas migas de esa admiración literaria y me gane con esta secuencia, al menos, a un par de lectores fieles que no sean mi mujer ni mi suegra (ambas son incondicionales, por razones fácilmente entendibles).

Acabé la columna en una cena donde actué de camarero, allá por mis dieciocho años, en el momento que Don Juan se presentó en la casa del hombre bajito, de pelo sospechosamente rubio a sus sesenta y muchos. Su esposa era guapa y había dos chicas de servicio, hermanas entre sí, naturales de un pueblo de Toledo y residentes en aquel chalé (parezco Mayra, la del Un, Dos, Tres). Como expliqué, solté un taconazo al paso del anciano Rey, que sobresaltó al anfitrión. También les aventuré que Ussía me brindó la primera oportunidad de saborear el caviar, delicatessen que desde entonces se ha convertido en mi Atlántida, en una ensoñación, pues apenas he tenido la dicha de volver a catarlo. Lo de las huevas de esturión tiene que ver con lo que nuestro autor madrileño explicó en uno de sus artículos: quienes deseaban sentar a Don Juan a su mesa, sabían que Alfonso era uno de los mejores enlaces para conseguirlo. Y cuando este devolvía la llamada para anunciar que el Señor había aceptado el convite, sugería que, dada la vocación marinera del invitado, nada le gustaría tanto como degustar unas angulas (angulas, repito, no surimi ni otros sucedáneos con los que nos engañamos los pobres). Pero las angulas, a quien de verdad le gustaban era a Ussía, que convertía a Don Juan en el mejor reclamo para cenar (noche sí, noche también) tan cotizadísimo pescado. Contaba el columnista que, en una ocasión, cuando estaban de recogida, ya en el interior del coche que había puesto rumbo a la casa de los Condes de Barcelona, Don Juan reveló en voz alta un dilema que le carcomía por dentro: «No entiendo por qué, allí donde me convidan, siempre me sirven angulas». No es que no le gustaran, pero noche tras noche acaban por hastiar. Salvo a Ussía.

El señor bajito debió sugerirle al nieto de Muñoz-Seca un cambio de menú. Quizás no fuera época de angulas; puede aquella semana no hubieran llegado a Mercamadrid; quizás su mujer no quiso agasajar al padre del monarca con la misma cazuelita de otras veces; puede que no dispusiera de tenedores de madera de haya, que es como hay que comer esa delicia del Cantábrico. «Pues, entonces, te agradecerá un poco de caviar», supongo que improvisó el escritor desde el otro lado de la línea. Y, en efecto, el primero de los platos consistió en una taza de consomé en la que bailaba una gelatina de pescado donde buceaba un huevo poché y una generosa ración de caviar iraní.

Antes se sirvió un aperitivo en el salón, que en un rincón tenía una barra de caoba con banquetas tapizadas en mullido capitoné, sueño de todo señor bajito que a los sesenta y tantos sigue manteniendo un luminoso cabello rubio. Para más señas, junto a aquel mueble-bar que rememoraba al de Gitanillos (no me corresponde, por edad, haber conocido el famoso local del torero de Triana, pero de niño, los sábados, acompañaba a mi padre hasta allí para tomar un aperitivo) colgaba un óleo con la firma de Ramón J. Sender, lo que alimentó mi sueño aún no concluido de ser juntaletras y emborronador de lienzos. La señora de la casa solicitó que me colocara –uniformado con mi chaquetilla de galones y mis guantes blancos– detrás de la barra para servir lo que me pidieran sus invitados. «Al Señor», me indicó inmediatamente, «un Martini seco». Sobre la barra había una coctelera y una cubitera repleta de hielo, y a mis espaldas cuatro estanterías con toda clase de botellas de alcohol.

Poco avezado en el arte de Chicote, me volví en busca de alguna etiqueta que anunciara esa bebida tan concreta: Martini Seco. Encontré botellas de Martini bianco, Martini rosso, Martini fiero y Martini de otras muchas tonalidades, pero ninguno con la cualidad de la desecación. Con mano temblorosa agarré al azar una de aquellas botellas, consumido por el miedo. Fue ahí cuando el hombre bajito, rubio y un tanto hortera se me descubrió como un tipo encantador, pues acudió en mi auxilio al ver que me bajaba un goterón de sudor frío por el cuello. Con una sonrisa, me susurró que no me preocupara y que pusiera atención, para la próxima vez: él mismo sumó los ingredientes y sacudió la coctelera como una maraca para, a continuación, volcar el resultado en una fina copa de cristal. ¡Qué lección! Me guiñó un ojo antes de llevar él mismo el cóctel a su ilustre invitado, como diciéndome: «Seré bajito, estaré teñido de rubio y te pareceré hortera, pero te acabo de salvar el pellejo, chavalín». Y desde ese momento me volví incondicional de su persona, por haberme demostrado que los prejuicios esconden la cortedad de miras y entendederas de aquel que los formula.

(Como he vuelto a alargarme y aunque este artículo se esté convirtiendo en una novela por entregas, si el lector mantiene su paciencia, en la siguiente columna explicaré, de una vez, por qué fue Ussía quien me dio la primera oportunidad de probar el caviar).

  • Miguel Aranguren es escritor