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TribunaJosep Maria Aguiló

Donde nacen los sueños

'Inteligencia Artificial', estrenada hace ahora dos décadas, puede ser entendida como una obra de ciencia ficción o también como un cuento de hadas, aunque muy posiblemente sea, en realidad, una logradísima síntesis de ambos géneros a la vez

Actualizada 10:38

Al inicio del extraordinario filme de Steven Spielberg Inteligencia Artificial, el profesor Allen Hobby (William Hurt) propone a su equipo de trabajo diseñar y construir un robot capaz de amar, un robot que en principio sería además un ejemplar único: un niño-robot de unos siete u ocho años con la facultad de poder sentir amor hacia los padres a los que sería entregado en adopción.

Esa premisa hará que ya desde el inicio de esta admirable película nos planteemos varios interrogantes filosóficos y morales de verdadera hondura, como por ejemplo si algún ser humano corresponderá en la misma medida y con la misma intensidad al amor que llevará dentro de sí ese futuro niño-robot, David (Haley Joel Osment), o si el propio David, al ser capaz de amar, será también capaz de albergar otros posibles sentimientos humanos en su interior, algunos de ellos tan negativos como la ira o el odio.

En la primera parte de Inteligencia Artificial encontraremos ya las primeras respuestas a esas y a otras preguntas. Así ocurrirá cuando la madre adoptiva de David, Mónica (Frances O'Connor), se vea obligada, por distintas circunstancias, a decidir entre abandonar para siempre a su 'hijo' en el bosque o entregarlo a la empresa que lo construyó para que lo destruyan. «Siento no haberte hablado del mundo», le dirá Mónica a David, entre lágrimas, en un pequeño claro de una arboleda.

Pasados los primeros instantes de desolación absoluta tras ser abandonado, David se aferrará a partir de entonces a una ilusión, a una esperanza. Así, fascinado por el cuento de Pinocho que le contó su madre tiempo atrás, pensará que si una hada, el Hada Azul, le pudiera convertir algún día en un niño de verdad, como hizo esa hada con Pinocho, podría volver de nuevo a casa. «Y entonces mi madre me querrá», dirá David a su osito-robot de peluche Teddy, mientras los dos deambulan de noche perdidos por el bosque.

A partir de ese momento, nuestro pequeño protagonista concentrará todas sus fuerzas y todas sus energías en intentar encontrar al Hada Azul, con la inestimable ayuda posterior de Gigolo Joe (Jude Law), en una peripecia vital y existencial que estará llena de contratiempos y de sorpresas.

Uno de los grandes aciertos y hallazgos de Inteligencia Artificial es que no sólo nos habla de la historia de David y de su anhelante búsqueda del Hada Azul, pues nos habla igualmente de los peligros y de los miedos que nos atenazan a todos los seres humanos, así como también de la necesidad de amar y de ser a la vez correspondidos en ese amor, de la posibilidad o no de poder reemplazar de algún modo la pérdida del ser más querido, de la hipotética rivalidad futura entre los seres humanos y los robots, o de cómo unos y otros haríamos entonces frente a la vida, la soledad, los sentimientos, las emociones o la desaparición física.

Es bien sabido que, en un principio, esta película era un proyecto que pensaba llevar a cabo el gran Stanley Kubrick, aunque finalmente, y después de varios años de demora, fue el propio creador de 2001: una odisea del espacio el que animó a Spielberg a que la dirigiese. El filme, estrenado hace ahora dos décadas, puede ser entendido como una obra de ciencia ficción o también como un cuento de hadas, aunque muy posiblemente sea, en realidad, una logradísima síntesis de ambos géneros a la vez.

En el momento de su estreno, Inteligencia Artificial no fue valorada como creo que realmente hubiera merecido, como una de las más sugerentes y complejas películas del autor de obras maestras como La lista de Schindler o Salvar al soldado Ryan. De Inteligencia Artificial merecería ser destacada, además, la hermosísima y extraordinaria banda sonora de John Williams, que sirve como complemento perfecto para una de las historias en el fondo más tristes y más hondamente desoladoras de toda la historia del cine, sobre todo por su inesperado, sorprendente y brillante final, que todavía hoy sigue siendo muy controvertido.

Así, hay quienes creen que si la película la hubiera rodado Kubrick, su final habría sido más sombrío que el de Spielberg, en el sentido de que David no habría vuelto a ver a su madre nunca más, pero en mi opinión la conclusión por la que optó el también creador de Tiburón o de E.T. posee un palpable y profundo halo melancólico y umbrío, a pesar de su aparente final feliz.

En ese epílogo, vemos que, tras muchos y dramáticos avatares previos, el pequeño David podrá ver finalmente cumplido su más intenso y ferviente deseo, el de volver a ver a su madre una vez más y escuchar de sus labios que ella le quiere. Ese reencuentro tendrá lugar, sin embargo, en unas circunstancias muy especiales, por el muchísimo tiempo transcurrido desde que David se separó de su madre. Así, en realidad será un reencuentro entre este niño-robot único e irrepetible y un ser humano redivivo que ha sido clonado a partir de un mechón de su cabello y que sólo vivirá unas pocas horas tras esa clonación.

«Te quiero David. Te quiero de verdad. Siempre te he querido», serán las últimas palabras que David escuchará de su madre en ese emotivo y breve reencuentro, tanto tiempo anhelado por él. Unos instantes después, David cerrará los ojos junto a su madre y, por primera vez en su vida, quedará profundamente dormido, para viajar quizás al lejano lugar donde nacen los sueños; a ese mismo lugar del que seguramente todos los seres humanos provenimos y al que esperanzada y serenamente algún día quizás también nosotros regresaremos.

  • Josep Maria Aguiló es periodista
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