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TribunaJosep Maria Aguiló

Tres poetas del 27

Si hoy la mayoría de nosotros mirásemos también con buenos ojos a la vida y nos reconociéramos sólo en los demás, sería mucho más fácil no echar a perder de nuevo la España con la que siempre soñaron Altolaguirre, Cernuda, Prados y tantos otros compatriotas

Mi primera visión integral de la Generación del 27 la tuve gracias a la excelente Antología de los poetas del 27, que publicó el añorado José Luis Cano en la Colección Austral de Espasa-Calpe. Ocurrió a mediados de los ochenta, cuando yo tenía poco más de veinte años.

Hasta ese momento, sólo conocía de mi época de escolar más o menos aplicado a los grandes nombres del 27, como Pedro Salinas, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Dámaso Alonso o Rafael Alberti, que invariablemente eran considerados los autores «mayores» de esa generación. Gracias a la citada antología, pude además acceder por vez primera a los poemas de Luis Cernuda, Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, que me maravillaron.

Asimismo, descubrí también la importancia decisiva que había tenido la revista malagueña Litoral, creada por Prados y por Altolaguirre, en la génesis y en la posterior configuración del grupo poético del 27 tal y como lo conocemos ahora.

En aquella época «pre Wikipedia», «pre smartphone» y «pre casi todo», los jóvenes no universitarios que queríamos ampliar nuestros conocimientos sobre literatura, arte o cine, nos nutríamos sobre todo de las revistas especializadas y de los suplementos culturales de los diarios, con el posible aporte vitamínico de algunos programas de radio y televisión. Aun así, a menudo nos dejábamos llevar también por el azar o por nuestra intuición a la hora de comprar libros de autores que apenas conocíamos o de ver películas de directores clásicos o noveles que aún no eran muy valorados entonces.

En aquellos años de juventud, uno podía experimentar una sensación muy parecida al enamoramiento o a la felicidad cuando descubría de manera inesperada a un escritor, a un filósofo, a un artista o a un director de cine que de repente le habían deslumbrado. En mi caso, antes de descubrir íntegramente a la Generación del 27, había sentido ya esa misma fascinación por varios autores de la Generación del 98 y de la 'otra Generación del 27', como Pío Baroja, Miguel de Unamuno, Azorín, Antonio Machado o Ángel Ganivet, o como Enrique Jardiel Poncela, Edgar Neville, Tono o Miguel Mihura.

A todos esos nombres añadí poco después, gracias a la muy cuidada antología de Cano, los de Cernuda, Prados y Altolaguirre. Con mis muy escasos recursos económicos de entonces —muy parecidos a los de ahora—, compré en aquel momento La realidad y el deseo de Cernuda, La piedra escrita de Prados y las Poesías completas de Altolaguirre. La lectura de dichas obras sirvió para ratificar mi admiración por los tres, al constatar que eran poseedores, cada uno a su modo, de una gran hondura poética, teñida casi siempre de una profunda melancolía.

En el caso de Altolaguirre, resultaba además fascinante comprobar que no sólo había sido poeta, sino también editor, tipógrafo, traductor, dramaturgo, ensayista, pintor, memorialista, conferenciante, productor cinematográfico, guionista y director de cine. En ese sentido, no resulta demasiado arriesgado afirmar que en el mundo de la literatura o fuera de ella no ha habido muchas biografías así, salvo quizás la de su coetáneo Neville, que sería también otra figura a reivindicar.

Sin embargo, todavía en los años ochenta Prados y Altolaguirre solían ser considerados en general como poetas «menores». Cernuda, en cambio, había tenido algo más de suerte, pues ya empezaba a ser valorado entonces como uno de los autores «mayores» del 27. Casi cuatro décadas después, esa división entre poetas «menores» y «mayores» para hablar de los integrantes de dicha generación se sigue utilizando aún hoy, a pesar de que, en mi opinión, no acaba de ser del todo justa y debería de ser quizás mucho más matizada.

Aun así, también es verdad que en estas últimas décadas hemos podido ver que, en general, ningún canon ni ninguna clasificación acaban siendo permanentes e inamovibles en el tiempo, pues a veces, como en la Bolsa, algunos valores suben y otros bajan, normalmente por cambios en los criterios de los especialistas o en la estimación popular.

Siguiendo ahora brevemente con esa bienintencionada analogía bursátil, podríamos decir que en la Generación del 27 valores como García Lorca, Salinas o Alberti se han mantenido más o menos estables, mientras que otros como Aleixandre, Guillén, Diego o Alonso han sufrido algunos vaivenes, aunque siempre han conseguido superarlos todos. Por su parte, Cernuda se ha ido consolidando poco a poco como un valor muy fiable, claramente al alza, mientras que Prados y Altolaguirre han seguido siendo quizás más valorados como editores que como líricos, a pesar de su indudable calidad y nivel como poetas.

Personalmente, los tuve y los tengo a todos ellos en gran estima, si bien siempre me he sentido especialmente cerca de la forma de entender la poesía que tenía Altolaguirre. «La poesía puede ser, como toda manifestación amorosa, un deseo y una creación, y el poeta, como todo enamorado, tiene que mirar con buenos ojos a la vida, que es la mejor musa, y con la que al fin y al cabo realizará su obra», escribiría Altolaguirre en la segunda edición de Poesía española. Antología 1915-1931, recopilación esencial publicada por Diego a principios de los años treinta.

«Sólo me reconozco en los demás. Ellos son mis orillas, y si soy sombra, es la luz de ellos la que al confundirse con mis primeros grises forma las auroras; y si soy de agua y ellos son de roca, en nuestro choque se formarán playas y litorales; y si soy calor y ellos son nieve, en nuestro encuentro la primavera dará sus flores y el otoño madurará sus frutos», señalaría el propio Altolaguirre un cuarto de siglo después en su precioso e inacabado libro de memorias, El caballo griego.

Releyendo ahora ambas reflexiones, pienso que si hoy la mayoría de nosotros mirásemos también con buenos ojos a la vida y nos reconociéramos sólo en los demás, sería mucho más fácil no echar a perder de nuevo la España con la que siempre soñaron Altolaguirre, Cernuda, Prados y tantos otros compatriotas, una España en la que poder convivir siempre en concordia, con respeto y libertad.

  • Josep Maria Aguiló es periodista