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tribunaMiguel Aranguren

Ussía, yo y las circunstancias (y IV)

Era una lástima que aquellos señores que antes de marcharme me soltaron una propina muy generosa, las hubieran convertido aquellas huevas en un batiburrillo

Lo sé, llevo unas semanas desaparecido. Me ocurre cuando no marco una fecha fija para entregar mis colaboraciones, pues me enredo con una cosa y otra, y se me va el santo al cielo. Rectifico: el santo estaba bien agarrado a mi conciencia, pero no acababa de encontrar un rato tranquilo para terminar –ahora sí que sí– esta historia acerca de Alfonso Ussía, el dichoso caviar y mis avatares juveniles sirviendo la mesa, que no es otra cosa que un ejercicio de estilo (bueno, malo, regular… lo dejo a juicio de los lectores) a partir de un episodio sin mucha trascendencia.

En su tercera entrega, lo dejé en el momento que la hija de Don Mendo descubrió mi identidad al sacarme parecido con el padre de mi madre, o sea, mi abuelo, ya difunto, lo que para mí fue un elogio porque a aquel Eduardo Echevarría, al que le llamaban Chindas, se le recordaba por ser un caballero de los de antes (virtud entre las virtudes), guapo como pocos e íntimo de Antonio Ordóñez, algo que no es baladí desde mi perspectiva apasionada por la tauromaquia. Aquel hombre de caminar pausado a cuenta de un accidente automovilístico durante la Guerra Civil, se casó con mi abuela, claro, a la que también se la recuerda por ser una señora de las de antes (en el sentido más noble de la palabra) llamativamente hermosa y hermana de Rosario, tan guapa como dulce, que se casó con Perico, a la sazón hermano de doña Asunción, ambos hijos de don Pedro Muñoz-Seca, abuelo de Alfonso y autor de Don Mendo (por eso la identificación que hago de su hija con el personaje de su incomparable obra teatral). Son muchos datos para un solo párrafo, lo sé. Por eso, a quien se sienta perdido en el who is who de este melodrama familiar (hijos, abuelos, nieto, tíos, contraprimos, tío político…), no me queda otra que recomendarle que empiece de nuevo la lectura, armado con papel y bolígrafo, para hacer anotaciones.

La anfitriona ahuecó las plumas como una pava, feliz de que sus invitados (el viejo Rey, los miembros de la familia Ussía y el banquero de moda) estuviesen valorando su maravilloso instinto para identificar camareros de dos apellidos, pues entre sus invitados se había armado un guirigay de preguntas acerca de mis mayores, de peticiones de transmitir saludos y recuerdos, de un «mañana mismo la llamo para contarle» por parte de la Muñoz-Seca –refiriéndose a mi abuela o a mi madre, qué más da–, de Don Juan solicitando otro dry Martini, del señor de la casa decidido a sacar de nuevo la coctelera ante mis limitaciones como barman, y del aviso de que, por fin, los señores estaban servidos, lo que alegró singularmente al columnista del ABC, deseoso como estaba de meter la cuchara en las huevas de esturión.

Aunque en mi casa me habían enseñado que uno siempre tiene que estar en su sitio, a partir de entonces servir aquella mesa fue para mí coser y cantar, como si al arrancarme la careta me hubiera sentido al fin liberado, a pesar de que era la primera vez que trabajaba como camarero por horas. Mientras retiraba y colocaba el segundo plato, los invitados me regalaban agradecimientos y cumplidos, también Don Juan, que continuaba a la vez con la narración de anécdotas y chascarrillos que provocaban espontáneas carcajadas a las que me hubiera encantado sumarme. Pero otra vez me estoy distrayendo… porque he llegado al momento mollar de esta representación en cuatro actos: el caviar, el dichoso caviar atrapado en la gelatina junto a un huevo poché.

A mi juicio, aquella forma de presentar la delicia iraní (o rusa; no me fijé en el made in escrito en la lata), arropada en la turbia transparencia lograda con la mezcla de un caldo y unas porciones de cola de pescado –sustancia que se extrae de la vejiga natatoria del bacalao–, no es la preferible. El azabache perlado de las huevas adquiere otro tono, como el de las cataratas de un perro añoso. Por otra parte, su cercanía al huevo, por muy poché que este sea, contamina la solidez de su sabor acre, salado, yodoso, inconfundible. Como remate, aquella presentación hacía del todo imposible que el caviar se sustentara sobre una pequeña superficie de hielo picado, que es lo que reclama, quizás en homenaje a las lagunas heladas que barbean los esturiones. En conclusión, Ussía revolvió la taza –cuchara va, cuchara viene– y apenas probó el invento, así que cuando me llevé el manjar casi virgen (a pesar del destrozo con el que había aparentado degustarlo) de regreso a la cocina, cerré la puerta, les pedí a las chicas de servicio que miraran para otro lado, tomé una cuchara de un cajón y traté de separar en la boca aquellos tres sabores: la gelatina, el huevo y el caviar que Alfonso no se había comido. Y pensé, sorprendido por la fuerza que aquellas huevas me habían dejado en el paladar, que, en efecto, era una lástima que aquellos señores que antes de marcharme me soltaron una propina muy generosa, las hubieran convertido en un batiburrillo.

Pero, más allá de aquella impresión, fue Alfonso Ussía quien me dio la primera oportunidad de probar el caviar.

  • Miguel Aranguren es escritor