Tres deseos navideños
En estas fechas navideñas tenemos de nuevo la oportunidad de darnos todos una especie de tregua a nosotros mismos y de tender la mano sincera y cálidamente a quien piensa quizás distinto
Desde niño, siempre me han fascinado las luces de Navidad, tanto las que cada año por estas fechas iluminan calles y avenidas como las que podemos ver en fachadas, balcones, ventanas o escaparates de cientos de edificios y comercios. Aun así, como no me gustaría que ningún posible defensor de la transición ecológica pudiera sentirse quizás molesto al leer esta confesión, me gustaría añadir que yo también creo, como la ministra Teresa Ribera, que hoy hay que impulsar al máximo la eficiencia y el ahorro.
Las posibilidades lumínicas de estas semanas tan especiales no acaban del todo en esos espacios, pues a veces podemos disfrutar también de la contemplación de un árbol o de un belén perfectamente iluminados en un jardín o en un parque, junto con figuras decorativas en forma de renos, campanas, ángeles o estrellas. Todas esas luces nocturnas parecen decirnos, de algún modo, que durante estas semanas todas las personas de buena voluntad muy posiblemente podríamos ser bienvenidas no sólo en la mayoría de pueblos, urbes y ciudades del mundo cristiano, sino también casi en cada casa y en cada hogar.
Mi pequeña contribución personal a ese inmenso universo luminoso es un diminuto árbol navideño de apenas diez pulgadas, aunque por supuesto con todos los detalles, incluidas microbombillitas de colores y cuatro o cinco mini cajas de regalos. Ese arbolito se encuentra ubicado en un lugar destacado de la sala de estar, junto al Nacimiento que me ha acompañado desde la infancia y que suelo tener puesto casi todo el año, como hacía también con su propio belén mi querida abuela materna.
Mi arbolito y mi belén están, además, debidamente nevados, y me agrada que así sea, pues para mí la nieve debería de ser siempre otro elemento constitutivo de las Navidades. Sí suele serlo en determinadas latitudes de España, así como en el centro y en el norte de Europa y de América, en donde los copos de nieve caen estos días silenciosa y suavemente en bosques, montañas, valles y pequeñas poblaciones hoy quizás algo olvidadas.
Esa querencia personal por los paisajes nevados quizás se deba a que esos escenarios nos suelen parecer un poco más navideños que aquellos otros en donde en diciembre brilla constantemente el sol o en donde Santa Claus y sus renos se bañan ahora cada día en la playa. La fascinación por la nieve seguramente tiene mucho que ver también con el recuerdo de las postales navideñas que enviábamos o recibíamos durante nuestra infancia, en donde solían ser mayoritarias las imágenes en que la nieve era la gran protagonista, en pacífica competencia con las tarjetas en donde aparecían los seculares nacimientos o las figuras de Papá Noel o de los Reyes Magos.
Quizás por ello, una de mis ilusiones en aquellos ya lejanos años infantiles era llegar a pasar alguna vez unas Navidades en algún pueblecito completamente nevado y lleno de luces navideñas, como de cuento de hadas profundamente melancólico y nostálgico. En esa recurrente fantasía infantil, que todavía hoy sigo manteniendo, me imaginaba además debidamente resguardado del frío en una cabaña o en una pequeña casa, leyendo mayoritariamente ensayos, novelas y libros de poesía, comiendo turrones y mazapanes —siempre con moderación—, y escuchando nuestros evocadores villancicos patrios y los de otras latitudes, sobre todo del otro lado del Atlántico, que también me emocionan muy especialmente.
Si ese deseo navideño se hiciera finalmente realidad algún día, algunas de las composiciones foráneas que escucharía cada noche serían, entre otras, The Christmas Song, en la voz de Nat King Cole; Have Yourself A Merry Little Christmas, en la versión de Bing Crosby; White Christmas, interpretada por Frank Sinatra; Let it snow! Let it snow! Let it snow!, cantada por Dean Martin, o Christmas Star, compuesta por el maestro John Williams. En realidad, ya las estoy escuchando durante estos días, imaginándome que estoy junto a una chimenea, que afuera está nevando y que el mundo está hoy mayoritariamente en paz. Lo imagino siempre con fuerza, aun siendo consciente de que en realidad sólo tengo en casa una estufa catalítica, de que hace años que no nieva en Palma —donde nací y vivo— y de que el conjunto de la humanidad no está viviendo quizás hoy sus mejores momentos.
Tampoco nuestro país, en su conjunto, parece estar hoy excesivamente bien, no tanto por la realidad política diaria, que también, sino sobre todo por un exceso de división y de polarización, que se evidencia en el uso de palabras cada vez más fuertes y más gruesas por parte de todos, en especial de nuestros representantes políticos. No sé qué pensaríamos si también las escuchásemos, por ejemplo, en boca de nuestros hijos o de nuestros nietos. Seguramente, nos quedaríamos algo atónitos y ojipláticos.
Todo ello, sin olvidar que los «desleales», los «obstruccionistas» y los «antidemócratas», ya se sabe, son siempre los demás, los que no piensan ni actúan ni sienten como nosotros; pues nosotros, ya se sabe, siempre estamos en lo cierto, nunca nos equivocamos y somos la quintaesencia de todas las virtudes. En estas circunstancias, apelar a la concordia, al respeto personal e institucional, a la educación y a la moderación en todas sus formas, tal vez no sea hoy lo más popular ni tampoco lo que a uno le pueda hacer ganar más lectores, pero personalmente creo que es imprescindible defender una vez más cada uno de esos valores, por el bien y el bienestar de todos, y por la salud democrática de nuestro querido país.
En estas fechas navideñas tenemos de nuevo la oportunidad de darnos todos una especie de tregua a nosotros mismos y de tender la mano sincera y cálidamente a quien piensa quizás distinto. Si me lo permiten, yo incluiría también aquí a las personas a las que no les gustan las luces de Navidad ni mis villancicos favoritos ni que nieve en estos días. No sé si esas personas querrán a lo mejor darme la mano, pero desde aquí yo les tiendo hoy con convicción y amor la mía.
- Josep María Aguiló es periodista