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TribunaTino de la Torre

Fueron más de ocho segundos

Declaramos que desde ese momento éramos república independiente, sin discursos, ni desfiles ni referéndum ni nada. Eso sí, con lazos de hermandad inquebrantable con la madre patria

Lo más difícil de todo era ponernos de acuerdo en una letra para el himno. Fuera de lo obvio como la belleza de los paisajes, el orgullo y un par de cosas más decidimos que mejor dejarlo para más tarde, porque en ese tema, en esa noche mágica, no íbamos a llegar a nada.

Éramos pocos los que avanzada la noche de verano seguíamos en tertulia. Y lo lamento porque la construcción de aquella república que se gestó con la luna llena blanqueando nuestras calvas, más allá del disparate, tenía algunas aportaciones que merecían la pena. O eso nos parecía.

Fue durante la cena de la peña (a la que no pertenezco) pero en la que me hicieron un hueco unos amigos. Nos acomodamos y a partir de ahí todo fue dejarse llevar, había ganas de agradar unos a otros aunque no supieras el nombre del que tenías enfrente o al lado. Era una mesa larga e irregular con diferentes alturas y anchuras según se iban añadiendo más elementos. Platos, fuentes, vasos, cubiertos diferentes unos de otros, manteles que un día fueron blancos…

En aquella cena que luego prosiguió con tragos largos (que aportan locuacidad) había un poco de todo en las cabezas, aunque tirando a que nos importaba España y que nos cabreaba lo que estaba pasando.

Había en un extremo un tipo que pasaba más tiempo de pie que sentado (lo apodaban «Riqui») al que ya había visto en más ocasiones y que hablaba particularmente alto. Por lo visto, hacia media vida en aquel lugar y la otra en la ciudad. Era conocido porque montaba a caballo y, en muchas ocasiones si le apremiaba el aperitivo después del paseo iba derecho –a caballo– al bar con la bolsa del pan colgando de la silla. Y más tarde llevaba al animal al picadero. Cuando esto ocurría los niños que estaban en la plaza le daban zanahorias.

El tipo, para más señas, era de constitución fuerte. Tan fuerte como los cubatas que se servían por esas tierras. Cuando hablaba se le entendía todo y en aquella noche de autos comentó que había que resolver la «situación del país» por la vía del humor y del sarcasmo. Es decir, que todo el que le diera la gana pudiera crear su propia república independiente y que aquella misma noche nosotros crearíamos la nuestra. Así sin más. Hubo quórum.

Alguno comentó que Tabarnia era un precedente importante y no era novedoso lo que hacíamos pero se llegó a la conclusión, sin quitarle méritos a la idea de sus inventores, que nuestra propuesta podía ser más flexible y exportable.

Y para empezar, declaramos que desde ese momento éramos república independiente, sin discursos, ni desfiles ni referéndum ni nada. Eso sí, con lazos de hermandad inquebrantable con la madre patria. En ese momento dieron solemnemente las dos de la mañana en el reloj del campanario.

Nos pusimos a repartir cargos, cada uno con el suyo y algunos con varios. Acordamos dos idiomas: como oficial, el lógico y de segundo idioma el noruego porque alguno que había estado de viaje por allí dijo que hay mucho trabajo y se ganan buenos sueldos. Petróleo, todo el que haga falta. Nombramos un ministro de educación para que se encargara de comprar libros de segunda mano para ir aprendiendo.

Fijar relaciones con la Santa Sede y con Estados Unidos me lo encargaron a mí que hablo algo de idiomas. Pude ver que alguno se paseaba altanero y algo envarado, camino del baño, después del alto cargo que le había caído.

A uno de los nuevos «ministros» se le ocurrió plantear en medio de la euforia si a lo mejor estamos cometiendo delito de sedición y de malversación en el momento que tocáramos el dinero de la porra. Alguien comentó que solicitaríamos el mismo trato que se ha dispensado a otros, lo que nos tranquilizó.

Abrumados por tanto peso institucional y tantas decisiones fue pasando la noche hasta que nos iba venciendo el cansancio y fue cada mochuelo a su olivo.

Al día siguiente fuimos llegando al aperitivo con bastantes ojeras. Con un vago recuerdo de lo que llegamos a fabular la noche anterior y de lo que no quedaba nada, salvo el tener que recoger todo aquello un poco.

Creo que fue José Ramón el que comentó: «Bueno, al menos la nuestra duró más de ocho segundos…»

  • Tino de la Torre es empresario y escritor