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Tribuna​Miguel Aranguren

La utopía necesaria

No estaría de más que se convocara a todas las fuerzas políticas cuyos miembros electos juran o prometen cumplir y hacer cumplir la Constitución para llegar a un pacto de Estado que recomponga el sano convivir

El lector debería avivar su capacidad de sospecha ante lo que le sirven los medios de comunicación. Una sociedad moderna no se distingue tanto por la libertad de prensa –que también– como por el deber de sus ciudadanos de poner en tela de juicio aquello que copa las portadas, aparece resaltado en negrita, abre los telediarios o es asunto persistente en las tertulias radiofónicas.

Se me antoja abusiva la interpretación retorcida de los hechos que construyen la actualidad. No me refiero a lo que recogen las páginas de opinión –que también–, porque en ellas, se entiende, cada columnista se hace cargo de lo que desembuchan sus palabras, así como del sesgo con que las viste, sino a la radical línea editorial que se aprecia en los medios que se afanan por defender un único mundo posible.

Me he puesto demasiado serio. La culpa la tiene el dial de la radio, que me lleva a saltar de cadena en cadena cuando regreso de haber dejado a los niños en el colegio, también la costumbre de medir, antes de sentarme en mi escritorio, el tono de las principales cabeceras de la prensa online y de asomarme a los noticiarios televisados por distintos canales. Percibo, irremediablemente, que son contados con los dedos de una mano aquellos medios que se niegan a ser la voz de su amo, es decir, los que buscan la verdad, en vez de complacer a quienes ocupan el poder.

Son demasiados los profesionales de la información que han optado por convertirse en altavoces de la propaganda, como si hubiera una fuerza superior que les obligara a dividir España entre buenos y malos, malos y buenos, mediante el abuso de un lenguaje intencionadamente mal utilizado, que nos retrotrae a un tiempo que acabó mal, pero que muy mal. Como se trata de gente inteligente, saben que hay que medir con tiento lo que se cuenta y cómo se cuenta, también en las redes sociales si a uno le distingue cierta autoridad, dado el apasionado carácter de nuestro pueblo, del que hemos dejado pruebas suficientes a lo largo de nuestra Historia. Pero, sabiéndolo, sobrepasan los límites de la deontología, de la decencia y la cordura con el abuso infatigable de sus demagogias.

Desde la infausta presidencia de ZP, que con plena consciencia metió el brazo en el charco de la convivencia para remover sus aguas hasta emponzoñarlas, hay puñados de periodistas apuntados al carro del divide, maltrata y vencerás. Y si para dividir es necesario confeccionar la verdad a la medida de aquellos que los sustentan, ojos que no ven…, lo que hace ridículas sus invocaciones a la concordia del 78.

Quizá la nostalgia sea aliada de este cúmulo de falacias, y nos haga hablar con la boca demasiado llena acerca de aquella concordia, que hizo posible superar las heridas de una guerra entre hermanos. Si acudiéramos a las hemerotecas, nos daríamos cuenta de que la tan cacareada virtud recibió tortazos del derecho y del revés. Sin embargo, nunca hemos sufrido mayor sectarismo que en estos tiempos, en los que contamos con la baraja de medios informativos más amplia de toda la Historia.

No estaría de más que, una vez las urnas pongan punto final a este Gobierno tóxico, se convocara a todas las fuerzas políticas cuyos miembros electos juran o prometen cumplir y hacer cumplir la Constitución, sean cuales sean sus siglas, para llegar a un pacto de Estado que recomponga el sano convivir. ¿Que se trata de una utopía? No lo dudo. También lo es el entendimiento en un matrimonio desavenido, el de una comunidad de vecinos con derramas y el de una familia en el momento de repartir una herencia, pero nadie duda de que es mejor el perdón, la mediación, el acuerdo, el apretón de manos que la salpicadura del odio, del que buena parte de la prensa se ha convertido en su más eficaz altavoz.

  • Miguel Aranguren es escritor