Sexo y cacareos
La elefanta sabe que hay mucho perturbado entre los visitantes del zoo. El oso hormiguero solo quiere entenderse en esas lides con la osa hormiguera. La avestruz recela de todo aquel que la mira durante más de un par de segundos...
En el zoológico de Madrid se respira un ambiente de turbación. El oso hormiguero ha socavado los bordes de su amplia instalación de tanto ir y venir de un lado a otro, con su larga cabeza encogida entre los omoplatos. De cuando en cuando se detiene y sacude la cola, de extensas cerdas grises, víctima de un escalofrío. Su lengua rosada, larga, brillante y estrecha como una lombriz, le sale del hocico dibujando una cómica espiral en el aire. Pero el gesto no es gracioso, ni mucho menos, sino un rapto de angustia. Basta observar sus ojos, de natural pequeños y redondos, perdidos en el tupido ceniza de su extraña fisonomía: desde hace un tiempo se le van hundiendo en un pozo violáceo, señal de que le reconcome la angustia.
Algo parecido le ocurre a una de las elefantes asiáticas, después de tantos años acomodada en su jaulón sin jaula, es decir, en ese patio en el que se encuentra separado de los visitantes por unos metros de seguridad. Allí convive con dos hermanas, tres tías y un macho que se pasa la vida castigado en un aparte, pues con tantas hembras no hay mes en el que los responsables del parque no corran el riesgo de que deje preñada a una de las paquidermas, con lo larga y azarosa que es la gestación, con todo lo que come y ensucia una cría de elefante, con lo caro que está el metro cuadrado de solar para ejemplares tan voluminosos. Pero no son sus semejantes los que le han puesto los nervios a flor de piel a la sabia elefanta, lo que le impide barritar a pleno pulmón para despertar a los vecinos del barrio del Batán y de Campamento, lo que le ha deprimido hasta negarse a mover la trompa cuando adivina que algún niño travieso va a saltarse la prohibición («Prohibido alimentar a los animales») para lanzarle un puñado de Doritos Barbacoa, que son su perdición. Lleva días mostrando sus cuartos traseros al público, sin menear el rabo, que le cuelga triste, como muerto, la frente pegada a la pared del fondo y los ojos llorosos ocultos bajo sus párpados.
Los osos panda, que se saben una de las atracciones preferidas del lugar, están en huelga de brazos caídos. Ellos, que no tienen voz porque no pueden modularla para dar a conocer lo que piensan (los osos panda son muy listos, y muy suyos), no han vuelto a probar el bambú. Da pena verlos con su piel otrora suave convertida en un pellejo negro y blanco, con las orejas amusgadas y el rostro chupado, cuando lo suyo es que lo tengan deliciosamente redondo, tan redondo como los parches que les caracterizan, como su tripa generosa y el rabo. Sus cuidadores han intentado engatusarles con todo tipo de plantas leñosas de hoja perenne, con caña de azúcar, con cargamentos de verdura, incluso con tartas de clorofila que tanto les gustan y que se reservan para los cumpleaños de los plantígrados, en presencia de algunos grupos escolares. Pero nada, los panda no están dispuestos a abrir el hocico. De hecho, cuando les pusieron un cubo de rollitos primavera, propios de su región de origen, primero enseñaron los dientes y después disuadieron a los empleados del zoológico a seguir molestándoles, lanzándoles con fuerza y puntería los rollitos y el cubo, lo que han ocultado interesadamente todos los periódicos porque un oso panda es, ante todo, un peluche que esconde un corazón adorable.
A las jirafas se les ha debilitado el cuello y ya no dominan, las pobres, las mejores vistas de la Casa de Campo, sino que pasan las horas mordiendo el polvo de la pradera –por llamarla de alguna forma– que comparten con cuatro ñus, una familia de impalas, tres cebras y un puñado de avestruces, cada individuo sumido en los efectos secundarios del escitalopram en vena. Por eso andan las cebras incubando huevos, los ñus brincando como alegres cervatillos, los impalas en una enloquecida emigración sin río, sin cocodrilos y sin documental de La 2, los avestruces arrancándose las plumas por si encuentran de una vez las rayas que pintan su piel gallinácea.
El zoológico es un loquero en el que nadie sabe dar respuesta a quién voló sobre el nido del cuco, pájaro que, por cierto, no suele dejarse ver por la zona. El motivo no es otro que la ley de bienestar animal, que elimina el artículo 337.1 del Código Penal, es decir, aquel que castigaba a los perturbados que practicaran alguna actividad sexual con un ser irracional, oséase, un oso hormiguero, una elefante asiática, un panda, una jirafa, un ñu, un impala, una cebra, un avestruz… A cambio, en un gesto legislativo por el que las bestias no terminan de mostrar entusiasmo, el Gobierno ha elaborado un nuevo artículo (por lo visto, el 340 bis) por el que solo serán punibles los ejercicios de carácter sexual entre un individuo y un animal vertebrado, si a este se le causan lesiones que precisen de la intervención de un facultativo veterinario.
La elefanta sabe que hay mucho perturbado entre los visitantes del zoo. El oso hormiguero solo quiere entenderse en esas lides con la osa hormiguera. La avestruz recela de todo aquel que la mira durante más de un par de segundos. El impala no sabe dónde esconderse. Las cebras están dispuestas a arrear coces a todo aquel que se les acerque. Las jirafas berrean que ellas ni solas ni borrachas. Los ñus caminan de puntillas y los osos panda han decidido ir juntos a todas partes, no vaya a ser que… Sin embargo, el puercoespín se solaza en su celda de hormigón, convencido de que ningún degenerado le propondrá salir a tomarse unas copas. Algo parecido ocurre con la cobra, que saliva a todas horas su veneno. Y al león, aunque este último se sienta temeroso ante las fantasías que algunos guarros puedan hacer de sus garras y su melena. Mientras tanto, los españoles observan con aprensión la clase de mascota que tienen sus vecinos. Y en el Gobierno, ay el Gobierno, hay quienes han empezado a visitar los criaderos de gatos y gatas, de mulas y mulos, las granjas porcinas, las explotaciones de leche y hasta los terrarios en los que dormitan las tortugas.
- Miguel Aranguren es escritor