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TribunaJuan C. Domínguez Nafría

La santidad de Isabel la Católica en El Debate

Estamos asistiendo a una notable revitalización de la memoria histórica de Isabel la Católica, de tal forma que nunca como ahora se había hablado tanto de su beatificación

Es posible que el «ruido» que se está haciendo contra su imagen haya ocasionado un gran rechazo social y, además, tampoco resulta fácil encontrar hoy un referente femenino mejor que la Reina Católica, pues fue una de las mujeres más célebres de la historia, tal vez la más influyente, puede incluso que la más poderosa, sin dejar por ello de dar testimonio constante de su catolicidad.

«Verla hablar era cosa divina», escribió Fernández de Oviedo; mujer de gran cultura, «inteligente, despierta, sufrida, ejemplar», de acuerdo con la descripción que de ella hizo Luis Suárez, su mejor biógrafo contemporáneo. Adquirió una sólida formación intelectual, superior a la de su esposo Fernando, que también transmitió a sus hijas. El humanista Luis Vives, que acompañó a Catalina de Aragón hasta Inglaterra, afirmó que sólo conocía dos ejemplos de buena formación de mujeres: las hijas de la Reina Católica y las de Tomás Moro.

Tras haber desarrollado una obra política gigantesca, orientada por las ideas de justicia y reconocimiento de la dignidad humana, tanto a los bautizados como a los paganos, falleció en Medina del Campo el 26 de noviembre de 1504, a la edad de cincuenta y tres años. Pocos días antes había ordenado que se interrumpieran las rogativas por su salud y que se orase por su alma. Entonces otorgó testamento, en el que declaraba: «Estando enferma de mi cuerpo de la enfermedad que Dios me quiso dar, creyendo y confesando firmemente todo lo que la Santa Madre Iglesia Católica de Roma cree, confiesa y predica», recibo la muerte como un don «muy singular y excelente… de la mano del Señor». Todo un ejemplo de bien morir.

Al comunicar el fallecimiento de la Reina, Fernando escribió que sólo le reconfortaba de tan gran pérdida, que «me atraviesa las entrañas», el haberla visto morir «tan santa y católicamente como vivió». Al propio Cisneros se le saltaron las lágrimas cuando recibió la triste noticia, algo insólito en un hombre de su carácter. Entonces habló de la «grandeza de alma, pureza de corazón y piedad cristiana» de su hija de confesión.

Su anterior confesor, fray Hernando de Talavera, ya había dicho que Isabel estaba «adornada con siete dones del Espíritu Santo» (sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios), brillando sobre todas las mujeres de su tiempo.

El mismo fray Bartolomé de las Casas lamentó su desaparición, pues la Reina no «cesaba de encargar que se tratara a los indios con dulzura y se emplearan todos los medios para hacerlos felices»; en tanto que Cristóbal Colón afirmó que su vida había sido siempre «católica y santa».

Son muchos los testimonios históricos sobre la santidad de la Reina, que constantemente están sometidos a la más rigurosa crítica histórica. Sin embargo, no parece que su fama de santidad se haya cuestionado al margen de interpretaciones presentistas, pues en aquel contexto histórico Isabel siempre obró de manera coherente con su fe y con la doctrina de la Iglesia.

En 1904, al conmemorarse el cuarto centenario de su fallecimiento, se trató sobre la conveniencia de iniciar el proceso de beatificación de la Reina Católica. También hubo alguna iniciativa por parte de la Capilla Real de Granada. Sin embargo, el mayor impulso social se alcanzó a través de las páginas del diario El Debate, que entonces dirigía Ángel Herrera Oria. Fue en un editorial del domingo 16 de junio de 1929, en el que se decía: «Durante el Congreso Mariano de Sevilla resonó sobre todos los nombres de héroes y misioneros del nuevo mundo el de Isabel la Católica. Así tenía que ser, por ser ella el alma del descubrimiento y cristianización de aquellos países […] y por ser la más excelsa mujer que se ha sentado en un trono». Muchos congresistas españoles e hispanoamericanos habían planteado durante aquel Congreso: «La conveniencia de que se estudiara desde el punto de vista teológico la santidad de la reina, por haber dado pruebas heroicas de las más difíciles virtudes cristianas.» Y concluía el editorial: «No sabemos que ninguna mujer haya contribuido como ella a extender los límites de la catolicidad», por lo que debe ser beatificada «para unir en un ideal de santidad a españoles e hispanoamericanos».

Sin embargo, por diversas circunstancias históricas, el proceso de beatificación no se inició hasta 1958, en la Archidiócesis de Valladolid y con importante impulso americano. La tramitación diocesana del proceso concluyó en 1972 y desde entonces ha superado el examen histórico realizado por la Congregación para la Causa de los Santos. En estos momentos está pendiente del examen teológico y de que la Comisión de Cardenales y Obispos pueda entonces elevar su propuesta de beatificación al Santo Padre.

¿Qué sentido puede tener hoy la beatificación de la Reina Isabel? En primer término, el de simbolizar la unidad de los fieles iberoamericanos, ya que fue Reina en ambos lados del Océano; y también, desde luego, porque sería una intercesora para los momentos difíciles. Ella subió al trono en «tiempos recios», que diría Santa Teresa y, sin embargo, al morir, el panorama de la evangelización del mundo había cambiado radicalmente, abriéndose su etapa más fecunda desde la predicación de los Apóstoles de Jesucristo y de sus discípulos.

  • Juan C. Domínguez Nafría es catedrático de Historia del Derecho de la USP-CEU