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TribunaMiguel Aranguren

Gracia de Máiquez

Máiquez ha dado con la clave para entender el Evangelio y, por ende, la Iglesia y, por ende, qué deberíamos ser cada uno de los bautizados

Conocí a Enrique hace muchos años cuando, todavía novios, la que hoy es mi mujer me lo presentó en El Puerto de Santamaría, localidad en la que él vive y donde ella había veraneado desde niña. Su nacimiento en Murcia, digamos, es la singularidad biográfica que precisa todo artista para conquistar al público desde el primer detalle. Porque García-Máiquez (Máiquez para sus muchos y estrechísimos amigos) es artista hasta cuando duerme, entretenimiento para el que debe estar muy bien dotado, dada la placidez que regala en toda circunstancia. De entre los escritores egregios (adjetivo que se ganó con su primer y deslumbrante poemario), además de singularizarse sin pretenderlo por su sensibilidad exquisita y un sentido común muy de agradecer, es de los pocos a los que se les puede calificar de normal, en el sentido de que Enrique no se alimenta de su ego: para su sorpresa, los alumnos andaluces tuvieron que comentar uno de sus celebrados artículos de prensa en el examen de Selectividad, lo que le aupó al espacio que en otras coordenadas geográficas ocupan plumillas de dudosa calidad y generoso pesebre. Insisto, Máiquez es un tipo normal que va de un lado a otro en motocicleta, que habla de cosas normales y que celebra la vida como tantas personas que se sienten del montón y a las que, por lo tanto, les va como anillo al dedo la cualidad de una normalidad agradecida, la propia de quien saluda en el ascensor y en la sala de espera de una consulta médica, de los que no dudan en emplear el «gracias a Dios» cuando viene al caso, que es casi siempre.

Enrique estudió Derecho y se atrevió a opositar, lo que para mí, lo siento, es el episodio menos interesante de su carrera. Además, trabaja como profesor en un centro de formación profesional, termómetro que mide los grados de la peligrosa cuesta abajo por la que empujamos a quienes pasaremos el relevo, que apenas tienen preparación intelectual ni laboral, y aún menos deseos de ser locomotora. Sin embargo, me consta que vive entregado a sus alumnos, pues en ellos ve la individualidad, es decir, la genialidad con la que vinieron al mundo. Y su misión pedagógica es, en buena medida, ponerlos en situación de descubrirla.

Todo lo expresado no forma parte de una deuda de gratitud. O sí. Porque a García-Máiquez, como a todo gran escritor, hay que agradecerle su esfuerzo diario por contar y transmitir, por embellecer. Su última publicación, Gracia de Cristo (Ediciones Monóculo), reúne una serie de comentarios a numerosos pasajes de los Evangelios, que demuestran que Jesucristo fue –¡es!– todo un hombre y todo un Dios en cuya personalidad destaca un humor delicioso, una propensión a la risa, a la risa floja, un optimismo constructivo y una fe –el Dios de la fe– inquebrantable en la capacidad del hombre para hacer el bien, entre otras cosas porque Él es dispensador de la gracia divina, algo así como un elixir capaz de convertir al tipo más despreciable en un santo de pies de barro, que lo de los quesos metidos en el fango no deja de ser otra de las humoradas de aquel que pasó –¡que pasa!– por el mundo haciendo el bien, practicando la justicia (muy distinta a la que se imparte en los juzgados de plaza de Castilla, en el Tribunal Supremo, en la Audiencia Nacional, en el Constitucional, el Europeo o la Corte Internacional) y una misericordia simpatiquísima que nos desborda.

En cuanto leí el primero de sus comentarios a San Mateo (Empezar fuerte, se titula; aviso a navegantes de que el humor es todo menos una tontería, sobre todo si parte del corazón del Nazareno), quedé convencido de que Máiquez ha dado con la clave para entender el Evangelio y, por ende, la Iglesia y, por ende, qué deberíamos ser cada uno de los bautizados: imitadores del origen de todas las sonrisas, de todas las bromas de buen gusto, de todas las ironías amables, de todas las fiestas en las que se brinda con buen vino y se come de lujo alrededor de una mesa. El portuense, con finura, sin exaltaciones ni maniqueísmos, lejos de suspiros y pestañeos, descubre que Jesús es el amigo que todos debemos tener, porque te canta las verdades del barquero al tiempo que te hace soltar una carcajada con su amable modo de hablar y actuar, tan contrarios al hieratismo bendecidor de la imaginería relamida.

Enrique García-Máiquez se morirá de la risa si confieso en público que su Gracia de Cristo me ayuda a rezar. Más: que rezo al leerlo, y que por esa razón no tengo prisa alguna en acabarlo, ya que pretendo vivir abrazado por el humor de Dios ante cada una de mis patochadas.

  • Miguel Aranguren es escritor