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TribunaJavier Junceda

Edadismo

Poner límites a las edades humanas es hoy complejo. Y no porque se hayan superado los criterios clásicos en la materia, sino porque seguimos atendiendo más a lo adjetivo que a lo sustantivo

Quienes denuncian discriminaciones por razón de edad supongo que tendrán claras las diferentes etapas de la vida. No es mi caso. Una simple observación social nos descubre a diario a preadolescentes adoptando comportamientos típicos de los adultos o a ancianos desenvolviéndose como jóvenes. Crece sin cesar el número de sujetos inmaduros, incapaces de admitir el inexorable paso del tiempo. Estos «niños eternos», como los definía Jung, continúan sufriendo ese síndrome de Peter Pan que les ancla de manera enfermiza a los años mozos, mezclando aquella rebeldía irresponsable con una arrogancia egocéntrica y el convencimiento íntimo de que están por encima del bien y del mal. Los que se ocupan de observar estas tendencias advierten escasa autocrítica en estos «adultescentes», como los llama Lipovestky, considerándose merecedores del permanente interés de los demás, como cualquier chiquillo malcriado.

Poner límites a las edades humanas es hoy complejo. Y no porque se hayan superado los criterios clásicos en la materia, sino porque seguimos atendiendo más a lo adjetivo que a lo sustantivo. Sucede como con la tecnología: en lugar de profundizar en lo que puede contribuir a lo verdaderamente importante, nos fascina el medio y nos olvidamos del fin. Para atenuar los rigores de la pandemia china que padecimos, nos zambullimos de lleno en el plasma, para comunicarnos o para enseñar, y el resultado ha sido de hastío, desconexión y enormes ganas de retornar a la presencialidad.

Aunque las fases por las que discurre el hombre están ahora difuminadas, como sucede en tantísimos otros órdenes, no debieran ser distintas de aquellas examinadas en su momento por algunos de los mejores pensadores universales. Es el caso de Dante, o del gran Romano Guardini siete siglos después –como consecuencia del interés de sus padres de que leyera al poeta supremo del trecento italiano–, que dedicaron páginas excelsas a este intemporal asunto.

Tanto Dante en su Convite como Guardini en Las etapas de la vida, coinciden en similares épocas, cada una con sus características: niñez y adolescencia; juventud; madurez; y ancianidad o senilidad. Aunque discrepan en los años concretos que cubre cada período y de sus intervalos de crisis, no dudan en considerar propio de la primera la obediencia, el orden o la aplicación. De la segunda, la fortaleza, el idealismo y la autoafirmación de la personalidad. La experiencia, templanza, prudencia, justicia y generosidad serían genuinas de la tercera. Y la sabiduría y la autoridad de la última, porque, como escribe Dante: «En esta edad el hombre la escucha más que a ninguna otra edad anterior y, debido a su larga experiencia de la vida, sabe cosas más bellas y rectas».

Guardini, en términos que podrían llevarse a la actualidad sin mayores complicaciones, dirá que es de necios tanto «hacer que los niños maduren demasiado pronto», como «que el Estado arrebate a los niños a sus padres para influir en ellos y educarlos con arreglo a un programa y al servicio de sus propios fines». En lo tocante a la juventud, se supera según el pensador italogermano cuando empieza a tomarse conciencia de la realidad, al toparse su idealismo con fracasos pronosticados, por lo complicadas que son las cosas como para abordarlas a través de fórmulas demasiado simples.

En la edad adulta, que es donde surge el hombre capaz de inspirar confianza, encuentran Dante y Guardini las capacidades superiores. Pero para alcanzarlas se precisa atesorar una madurez resultado de la evolución de los anteriores ciclos, acatando lo que se espera en todos ellos. Una persona adulta, así, será aquella que ha sido un niño, un adolescente o un joven con los rasgos ideales de esas edades, y por ello sabe de qué va la copla.

El anciano, en fin, es para Guardini el sabio: «Quien sabe del final y lo acepta». Justo lo contrario que sucede actualmente, en que se le considera un ser al que debe prolongarse la vida a partir del arquetipo del joven. El viejo, al perder facultades, es para nuestras sociedades apenas un joven disminuido, al que procede someter a infinitas terapias y estéticas para que parezca lo que no es, desaprovechando su inmenso caudal de sapiencia.

Este panorama, como es fácil de comprender, complica bastante hablar de edadismo, en especial mientras no sepamos o no queramos saber lo que corresponde a cada instante de nuestra trayectoria vital.

  • Javier Junceda es jurista y escritor