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TribunaMarqués de Laserna

Gracia de Dios o de los hombres

La tradición católica defiende que la autoridad corresponde al Creador, pues esa condición se continúa siempre sobre las criaturas creadas

El mar de indefiniciones que nos llena de confusión alcanza también a las palabras. Se altera su significado para que no definan con precisión o se utilizan similares que borran las aristas: invidentes por ciegos, subsaharianos por negros, mayores por viejos.

Algo parecido ocurre con el vocablo democracia que se homologa con Estado de derecho para ungirla de panacea universal, olvidando que el segundo es genérico y la primera institución concreta. Creo no errar al decir que se entiende como democracia la forma de gobierno en la que la autoridad está designada por la sociedad, el derecho es la norma que prevalece, están delimitadas y separadas las distintas funciones del poder, respetadas las minorías y definidos y defendidos los derechos y obligaciones de las personas.

Todas son condiciones que, excepto la designación de la autoridad, no son privativas de la democracia y me atrevo a afirmar que sencillamente califican el buen gobierno.

Lo que es exclusivo de la democracia desde la revolución francesa, es que la soberanía radica en los ciudadanos, principio que se acata sin mayor reflexión. Ahora que estamos convocados a elegir quién ha de gobernarnos puede ser momento para recordar el origen del poder.

Al corresponder la soberanía a todos y cada uno de los miembros de la sociedad, las normas, en puridad, deberían ser adoptadas asambleariamente, algo inviable pues no se puede convocar referéndum para toda propuesta. Ante la imposibilidad de cumplir, se confía la soberanía a unos representantes.

Pero resulta sorprendente que un sistema de gobierno no pueda aplicarse en la práctica y eso lleva a preguntarse si existen otras soluciones.

La tradición católica defiende que la autoridad corresponde al Creador, pues esa condición se continúa siempre sobre las criaturas creadas. Su origen filosófico se basa (Juan, 19) en la pregunta de Pilatos: ¿no sabes que está en mi mano el crucificarte y en mi mano está el soltarte? Con la contestación de Jesús: no tendrías poder alguno sobre mí si no te fuera dado de arriba.

León XIII desarrolló este pensamiento en la encíclica Diuturnum illud en la que tras proclamar que él es custodio e intérprete de la doctrina de Cristo y que es incumbencia de Nuestra autoridad, se muestra definitivo: no hay autoridad sino por Dios; acto seguido completa: los que han de gobernar los Estados pueden ser elegidos, (…) por la voluntad y juicio de la multitud, con esta elección se designa al gobernante pero no se confieren los derechos del poder.

Designación y no concesión. Y no es un matiz semántico, pues si la autoridad viene otorgada por el Creador, quien la detenta está obligado a cumplir sus leyes; es decir toda ejecutoria política deberá ajustarse a la ley natural y buscar el bien común.

Por olvidar esa distinción los españoles del siglo XIX, católicos en sus raíces, no aceptaron la Constitución de 1812 que revolucionaba sus principios al mudar el origen del poder de Dios a los hombres. Estuvo en vigor solamente 7 meses cuando se proclamó, luego de 1820 a 1823 en virtud del golpe de Estado de Riego y por último entre 1836 y 1837 cuando la regente María Cristina se acogió a ella para tener quien defendiera a sus hijas.

Y costó tres guerras civiles, pues si el Carlismo defendió la foránea ley Sálica, tuvo más de ideológico que dinástico.

¡Si hasta Isabel II tuvo dudas de conciencia sobre su derecho!

  • Marqués de Laserna. Correspondiente de la R.A. de la Historia