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TribunaRoberto Esteban Duque

El descenso a los infiernos del cura malagueño

Pero el mal no se encubre, se desenmascara. El encubrimiento sólo podrá llevar a la consolidación del mal; el intento de atenuar el escándalo silenciándolo encierra el peligro de cancelar la realidad del mal

Hijo de monja, a quien en alguna ocasión avergonzara públicamente por no llevar ropa apropiada; amancebado y de voz aflautada, el cura violador de Málaga vejaba a sus amistades femeninas después de sedarlas, grabando con regocijo sus trofeos para revivir en soledad, y diferir por un tiempo, la propia iniquidad y degradación, de cuya lucidez extrema hacía gala: «¡Ya sabes que soy un golfo!», espeta a su concubina seducida en el confesonario, reconociendo así su inmoralidad. Ignoraba que el compelle intrare incorporase semejantes métodos para hacer discípulos.

Sorprende la depravación a la que conduce una libertad convertida en arbitrariedad, el desdoblamiento y la doble vida que el mal produce en la persona, las situaciones extremadamente vergonzosas y degradantes que, en lugar de despertar una indignación desmedida, se convierten en motivo de gozo inconfesable. En la mayoría de los casos, el vicioso y criminal sabe que tiene la opción de evitar el mismo vicio, sabe que puede actuar correctamente y conoce perfectamente la manera en la que debería comportarse. Somos siempre dueños de nosotros mismos cuando queremos serlo. La autodestrucción, que es la forma más asombrosa de destrucción que el hombre puede experimentar, al tener como sujeto paciente y sujeto agente a la misma persona, es siempre consentida.

Pero el mal no se encubre, se desenmascara. El encubrimiento sólo podrá llevar a la consolidación del mal; el intento de atenuar el escándalo silenciándolo encierra el peligro de cancelar la realidad del mal, de un larvado nihilismo que borra el límite entre el bien y el mal. El obispado de Málaga ha pasado del secular encubrimiento, cambiando de lugar al cura por supuesta enfermedad y rechazando recibir personalmente a quien denunciaba, hasta presentarse como acusación particular cuando lo que estaba en juego era la cabeza del obispo.

Es paradójico preocuparse tanto por la imagen de la Iglesia y no extirpar de inmediato el mal que la corroe. El germen del mal que hay en cada uno de nosotros se desarrollará o no en función no sólo de la vida de la persona y de sus experiencias, sino de aquellos que con amor lo acompañan o culpablemente con terrible indiferencia dejan de hacerlo. El mal de los superiores es mayor al engendrado por la abdicación de uno de sus clérigos, es un mal doble: desatender con indiferencia el dolor de las víctimas, que deberían constituir la referencia inexcusable y la acogida incondicional, y el error en el juicio y la falta de prudencia con las actuaciones de un sacerdote que ni siquiera en el delito expresa ningún arrepentimiento.

El descenso a los infiernos del cura malagueño, su camino voluntario hacia la noche oscura, puede convertirse en epifanía para llegar a la iluminación: el mal sirve para crear, puede verse como una necesidad para que el hombre renazca. Un periplo de juicio y condena se antoja bienvenido para nacer de nuevo. Es necesario reconocer el mal como una revelación contra el Bien que terminará por reinar y que el malogrado presbítero predicaba cada domingo, aunque su corazón errase fuera de Él. Pero será el amor a los demás, el cuidado hacia las personas tratadas en su dignidad última, quien facilite trascender cualquier suicidio personal o colectivo. Cuando el ágape hace su aparición en el mundo y se muestra a los demás después de ser acogido, el mal seguirá estando presente, pero se buscará siempre el bien que se prosterna ante las víctimas inocentes que sólo esperan transformar su dolor para sanarlo.

  • Roberto Esteban Duque es sacerdote