Los duendes de la ciudad
Lo que a mí me emocionó de verdad fue que el artículo estuviera aún ahí, para poder ser todavía hoy leído –aunque ya con una cierta dificultad– por cualquier persona que libremente quiera hacerlo
Entre julio de 2005 y septiembre de 2009 publiqué cada día en el diario balear Última Hora una pequeña columna de opinión, denominada 'Los duendes de la ciudad', en la que esencialmente escribía sobre algunos recuerdos de infancia de mi ciudad natal, Palma de Mallorca, así como también sobre libros, películas, sueños, canciones, viajes, personas a las que admiraba, sentimientos y, por supuesto, sobre duendes y hadas.
En aquella época, yo cubría también como redactor toda la información municipal del Ayuntamiento de Palma para el citado diario y además era el corresponsal de ABC en Baleares. Así pues, bien podría decirse que me pasaba muchas más horas en la redacción que en mi propia casa, a la que ya casi sólo iba a dormir, y no siempre, pues alguna vez incluso pernocté en el diario. Literalmente. Por aquel entonces, mi gran sueño era publicar de manera casi diaria o regular columnas de opinión en algún gran diario estatal, con la ilusión de que pudieran ser del agrado de un gran número de personas.
Yo había nacido en la capital balear en 1963, en el seno de una familia extremadamente humilde. Mis padres, mis dos hermanos y yo vivíamos en un pequeño piso ubicado en el barrio chino de la ciudad, cuando ese calificativo tenía unas connotaciones totalmente distintas a las que tiene ahora. Por ello, ya desde muy niño vi muy de cerca lo que eran la pobreza, la marginación, el dolor y el desamparo de numerosas personas, en especial de muchísimas mujeres.
Mi padre y mi madre trabajaban como autónomos, él esencialmente como técnico reparador de radios y televisores, y ella con pequeñas ocupaciones temporales vinculadas al turismo. Los tres hermanos les ayudábamos en todo lo que podíamos, pero nuestra situación económica solía ser muy delicada e incluso crítica en muchos momentos, al igual que le ocurría a muchas familias que vivían en nuestra misma barriada. Y así continuó siendo durante muchos años.
Pese a esas circunstancias tan adversas, hubo también en mi infancia y en la de mis hermanos muchos momentos felices, o al menos dulcemente melancólicos, emotivos, curiosos o entrañables. Además, en nuestro caso tuvimos la fortuna de que nuestros padres fueran creyentes, de que hicieran un gran esfuerzo económico para que pudiéramos estudiar la EGB en el Colegio San Agustín y de que nos inculcaran los principales valores cristianos desde muy pequeños, entre ellos los de la fe y la esperanza.
De muchas de esas cosas de mi pasado hablaba en la mayoría de los artículos de 'Los duendes de la ciudad', que en cierto modo rememoraban una Palma que ya no existía, pues la mayor parte del barrio chino sería demolida entre finales de los ochenta y principios de los noventa. Aun así, algunos edificios y algunos pequeños negocios de las inmediaciones fueron preservados, aunque por desgracia la mayoría de ellos ya no volverían a abrir sus puertas nunca más. Ese fue el caso, por ejemplo, del diminuto quiosco denominado Ferbo, sobre el que escribí un artículo el 1 de octubre de 2005, que titulé 'El quiosco más pequeño'.
Unos días después de haber publicado aquel artículo, pasé por casualidad por delante de Ferbo –que llevaba ya más de veinte años cerrado– y vi que un amabilísimo lector de Última Hora había recortado dicha columna del diario y la había pegado en el mostrador exterior derecho de la tienda. Me pareció un gesto precioso, que me emocionó. El citado artículo, que ahora reproduzco para ustedes, decía así:
«En los años sesenta y hasta principios de los setenta, hubo en la Plaza del Mercadal, en el casco antiguo, un quiosco muy, muy pequeño, de poco más de un metro cuadrado de superficie, que se llamaba Ferbo. Cuando yo era niño, me parecía el quiosco más pequeño del mundo. Y, no sé, a lo mejor lo era. Aun así, los periódicos, los tebeos o los semanarios estaban siempre tan bien colocados en los estantes y el reducido espacio estaba igualmente tan bien aprovechado, que incluso vendían también numerosos productos de papelería, colocados sobre el micro mostrador desde el que nos atendía el propietario. Mis hermanos y yo siempre comprábamos los tebeos en Ferbo. Gaspar compraba el Pulgarcito, Joan el Tío Vivo y yo el DDT, aunque luego los compartíamos. Para miles de niños y niñas de nuestra generación, fue una auténtica delicia y una gran suerte poder leer las historietas que encontrábamos en sus páginas y disfrutar con los personajes creados por Francisco Ibáñez, José Escobar o Manuel Vázquez en los tebeos de la Editorial Bruguera. En nuestro caso personal, contábamos con la ventaja añadida de que en casa de nuestra abuela materna había, además, antiguos ejemplares de Roberto Alcázar y Pedrín y también viejos ejemplares del auténtico TBO y de La Codorniz, que a mí me parecía la revista más surrealista y genial del mundo. Y, no sé, a lo mejor lo era. En Ferbo coincidía a veces con una niña, un poco más joven que yo, que siempre compraba el Lily. Era muy reservada, pero siempre que coincidíamos en el quiosco nos intercambiábamos una tímida sonrisa, a modo de gesto cariñoso y secreto, como de complicidad. Ella también vivía en esa parte del casco antiguo, con sus dos hermanas y sus padres, hasta que un día se marcharon todos de repente y ya no la volví a ver más. A pesar de su sonrisa, de su ternura y de su bondad, a mí siempre me pareció, no sabría explicar muy bien por qué, la niña más triste y sola del mundo. Y, no sé, a lo mejor lo era».
Este artículo fue uno de los que incluí posteriormente en el primer libro recopilatorio que publiqué sobre las columnas de 'Los duendes de la ciudad'. A ese libro le siguieron con los años otros dos más igualmente recopilatorios, que, tal como habrán intuido ya, no tuvieron exactamente el mismo número de ventas que los libros de Arturo Pérez-Reverte o de Julia Navarro. En cuanto a mi labor como periodista, he de reconocer también que seguramente nunca se me recordará como se recuerda aún hoy a Bob Woodward y a Carl Bernstein, pero de momento sigo aún en este hermoso y precioso oficio. Además, hace ya dos años tuve la inmensa suerte y la alegría de que me acogieran en El Debate. Gracias a ello, les he podido contar hoy esta historia verdadera, cuyo precioso e inesperado final les desvelaré ahora.
Hace apenas unos pocos días, pasé de nuevo por delante de la que había sido mi barriada, después de muchísimo tiempo de no hacerlo. Sólo por curiosidad, me acerqué hasta Ferbo, que seguía con las barreras bajadas, pero, para mi sorpresa, vi que aún continuaba ahí, pegado en un lateral, el artículo 'El quiosco más pequeño', dieciocho años después de que un buen vecino anónimo lo hubiera colocado en ese espacio.
No habían podido con esa pequeña columna de papel ni el hecho de haber estado tanto tiempo a la intemperie ni tampoco la circunstancia de haber soportado la lluvia, el viento, el frío, la nieve, el granizo, el calor o la humedad durante casi dos décadas. Aun así, también es cierto que su actual grado de preservación no es exactamente el mejor, pues yo diría que se conservan hoy en mucho mejor estado, por ponerles sólo dos ejemplos, los Manuscritos del Mar Muerto o el Papiro del Ramesseum. Pero no importa, pues lo que a mí me emocionó de verdad fue que el artículo estuviera aún ahí, para poder ser todavía hoy leído –aunque ya con una cierta dificultad– por cualquier persona que libremente quiera hacerlo, para luego valorarlo e interpretarlo si así lo desea. En el fondo, quizás el periodismo sea esencialmente sólo eso.
Pese a la inmediatez y el carácter normalmente efímero de casi todo lo que publicamos diariamente, los periodistas contamos a veces, por suerte, con aliados inesperados, que hacen posible que en ocasiones pueda preservarse nuestro trabajo algo más allá del día en que salió a la luz. Así ha sido en este caso. Si ustedes, como yo, no suelen dejarse llevar gratuitamente ni por el escepticismo ni por la incredulidad, creo que coincidirán conmigo en que mis aliados inesperados han sido esta vez aquellos seres mágicos, maravillosos y un poco pillos en los que siempre creí, los duendes la ciudad.
- Josep María Aguiló es periodista