Yoga color pitufo
Es toparse un unicornio bondadoso con el índigo que luce este tipo que parece un aviador de relleno en un sketch de Top Gun protagonizado por José Mota, para que al caballito mágico se le caiga el cuerno y sufra un cólico
Antes de sentarme a escribir este artículo he tenido que cerrar los ojos, posar los dedos sobre el tablero de mi escritorio, hinchar el pecho poco a poco con una profunda bocanada de aire, hasta notar los botones de la camisa a punto de estallar, y expirar muy poco a poco todo el oxígeno almacenado, hasta quedarme vacío. Y así, varias veces. Al principio notaba un tamborileo en las sienes, como un eco del corazón, que lo tengo desacompasado desde hace unas semanas a cuenta del Fausto que presentó su investidura a la presidencia del Gobierno y que, como tenía previsto en el guion de su libreta mefistofélica, fue votada afirmativamente por el pezuñazo y el rebuzno de los enemigos de la gente honrada, que somos casi todos los que habitamos este patio de vecinas cuyo plano evoca una piel de toro, tan dramática como recia, agujereada por los puyazos y estoconazos de nuestra historia, grandiosa en tantos momentos, miserable en el que nos ocupa.
Necesito cambiar de disco, porque si no los esfuerzos por relajarme dejan de ser eficaces. Así que cierro de nuevo los ojos, poso la yema de los dedos sobre el tablero de mi escritorio, relajo los hombros, aflojo las articulaciones del cuello, y comienzo los ejercicios de respiración, poco a poco, hasta que consigo que se borre de mi cabeza el traje azul eléctrico del felón. Pero el dichoso traje deja un último y molesto filamento de color en mi mente vacía de pensamientos, como la bombilla que acaba de apagarse, un azul que –lo siento, he vuelto a fallar– empieza a provocarme una comezón que va de mi mente pretendidamente en blanco a mi nariz, y de la nariz a la boca, para pasar por la tráquea y escapárseme por los poros de la piel que cubre mis manos, que de inmediato se agarrotan sobre el tablero del escritorio, desviando mi atención, que flotaba placentera en la nada, y ahora se desboca hasta perder el ritmo de la inspiración y la expiración –¿qué toca?–, porque no sé si vaciar de nuevo los pulmones o pegar un trago del aire «que exigimos trece veces por minuto».
Del traje azul-azul-azul llego, de un salto, al morado, azote de quienes saben que las monas son monas vestidas de seda o de berenjena, hortaliza brillante y carnosa, y entonces se elevan las gafas de sol, oscuras, de fina montura negra, ideales para combinarlas con una piel bronceada y marcada por las cicatrices de un acné que no se borra ni con la cirugía estética. Lo veo, de pronto, a los dieciséis, la quijada enrojecida, con sarpullidos dolorosos que terminan por hacer costra, y no quiero imaginar el sobrenombre que pudieron ponerle sus compañeros del Ramiro de Maeztu, menuda ocurrencia estudiar bajo el amparo del pensador conservador («¡fascista!», me corrige una voz quisquillosa por detrás de mi soliloquio), que los chicos, todos lo sabemos, a veces son muy capullos, sobre todo en la adolescencia. Qué gusto daba verlo unos años antes, cuando pasó, angelito, por las aulas del Santa Cristina («pero, joder, ¿quién eligió los colegios de nuestro amado líder?», vuelvo a escuchar la voz, en una interferencia esquizofrénica) y todavía no le habían eclosionado los granos. Era un niño inocente, de mirada blanca, que tocaba la flauta en la fiesta de Navidad, disfrazado de pastorcito con un chalequillo confeccionado con borreguito acrílico, qué mono al entonar el «Frère Jacques, Frère Jacques, / dormez-vous? dormez-vous? / Sonnez les matines! / Sonnez les matines! / Din, dan, don / Din, dan, don», sopla que te sopla el instrumento de plástico, menudo dolor de cabeza, con la inocencia de quien no ha abierto las puertas del talego al gremio de los violadores y pederastas, ni ha jugado al Monopoli con dinero ajeno para comprar votos a cambio de aquello de lo que no es dueño.
El yoga no es lo mío, no hace falta que lo esconda. No hay ejercicio de relajación que me ayude a derribar de mi vista esa tela color pitufo, que se queda colgada de la oscuridad de mi habitación cuando, ya en la cama, después de leer, apago la luz. Tampoco lo consigo con «músicas tonificantes», por más apps que he bajado, he probado y he borrado de la memoria de mi teléfono móvil. Ni siquiera Enya y sus cantos para convocar unicornios tienen poder frente a los tonos del armario del sátrapa de Ferraz. Es toparse un unicornio bondadoso con el índigo que luce este tipo que parece un aviador de relleno en un sketch de Top Gun protagonizado por José Mota (la cabina de mando es de cartón y la sacuden, desde afuera, los encargados de decorado para dar la sensación de que Mota y el extra surcan los cielos), para que al caballito mágico se le caiga el cuerno y sufra un cólico.
- Miguel Aranguren es escritor