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TribunaFederico Romero

A vueltas con la cuestión de Dios

La apologética del cristianismo nunca pretendió demostrar nada, sino que, como no podía ser de otra manera, nació para «defender» la racionalidad de las propuestas de la fe, enumerando los «motivos de credibilidad»

Cuando tenía siete años, Teilhard de Chardin sintió por primera vez el vértigo del misterio y el absurdo de la nada. Su madre había quemado delante de él un mechón de pelo que había así desaparecido. Es ese mismo vértigo que hemos sentido al contemplar y ser conscientes de un universo inabarcable, o ante la muerte de un ser querido que ya no nos mirará ni nos hablará. El ser y la nada. Por qué alguien o algo ha existido y ya no existe.

He traído este recuerdo de Teilhard, a propósito de dos publicaciones recientes que hacen más patente que el muro entre la ciencia y la fe se va derribando o ha sido derribado. El libro de dos ingenieros, O. Bonnasies y M-Y Bollore: Dios-La ciencia-Las pruebas, no solo ha sido un superventas en el país de la Ilustración, sino que ha sido portada de revistas de las más diversas tendencias y ha hecho perder vigencia a la antigua frase nietzscheana: «Dios ha muerto». En España, y en esa misma línea, J.C. González-Hurtado es el autor del libro Nuevas evidencias científicas de la existencia de Dios. Y coinciden en la idea de que los descubrimientos actuales en Física, Biología, Matemáticas… acumulan las evidencias científicas de la necesaria existencia de un Creador. Bonnasies enseguida aclara que, en todas esas materias, no se habla propiamente de «demostración» sino que, acudiendo a un símil procesal, «la palabra 'prueba' se utiliza en un sentido amplio, como lo haría un abogado presentando evidencias ante un tribunal. Al final, la decisión de creer o no recae en el lector». Es cierto que ahora disponemos de más datos sobre el Big Bang, la física cuántica, el principio antrópico, la predicción de la termodinámica de que el universo no es eterno… y que ello hace decir, a más científicos prestigiosos, como ha expresado el premio Nobel de Física del año pasado, Antón Zeilinger: «Algunas de las cosas que descubrimos en la ciencia son tan impresionantes que he decidido creer en Dios», pero precisamente ese Ser, al que nosotros llamamos Dios, nos deja finalmente la libertad de «decisión», sin forzarnos con certezas absolutas, pero facilitándola mediante apoyos racionales.

La apologética del cristianismo, desarrollada sobre todo en el ámbito de la Teología y la Filosofía, nunca pretendió demostrar nada, sino que, como no podía ser de otra manera, nació para «defender» la racionalidad de las propuestas de la fe, enumerando los «motivos de credibilidad». Entre esos motivos encajan ahora los descubrimientos científicos, que aportan los conocimientos y las certezas propias de su metodología. Esos descubrimientos se han venido produciendo desde hace algún tiempo en forma de diálogo entre la Ciencia y la Fe. Jean Guitton, último legatario del pensamiento de Bergson, publicó en 1991 unas conversaciones con los astrofísicos rusos Grichka e Igor Bodganov, que anticiparon las evidencias actuales de la moderna andadura científica. Sin llegar desde luego a los excesos, que han atraído a Elon Musk, de que la realidad en la que vivimos dentro del universo puede ser un escenario ideado por seres de otra dimensión, la fructífera conversación entre los físicos cuánticos y el genial teólogo a la que me acabo referir nos han aventurado: «Que la realidad no existe. Que depende del modo en que decidamos observarla. Que las entidades elementales que la componen pueden ser una cosa (una onda) y otra (una partícula). Que estamos en una realidad que no estaría hecha de materia, sino de espíritu… o sea que la visión materialista del mundo desaparece de nuestra vista». «Que detrás del orden evanescente de los fenómenos, más allá de las apariencias, la física cuántica roza de manera sorprendente la Trascendencia».

Es de justicia volver a acordarse, aquí y ahora, de dos sabios jesuitas: G. Lemaitre y Teilhard. El primero que fue el primero en proponer la teoría del Big Bang, del «huevo cósmico», y de que el Universo tuvo un principio y tendrá un fin; y del que parten las actuales teorías científicas. El segundo, cuyas intuiciones sobre la evolución y la cosmogénesis, muestran que Dios ha querido asociar al hombre en la labor de completar la creación. Como resume C. Cuénot en su libro sobre la Ciencia y la Fe en Teilhard: El esfuerzo humano es un don comenzado. Los motivos de credibilidad que la teología propuso antaño por medio del Argumento ontológico de San Anselmo o la monumental Summa Teológica de Santo Tomás, se refuerzan ahora con las evidencias de la física cuántica. Y la novedad de esta convergencia fue ya anunciada por Teilhard. Cuénot incluye un comentario de R. Garaudy a su citado libro, que no me resisto a recoger: «Como marxista, yo creo, como Teilhard, que el mundo y la Historia tienen un sentido y que nuestra tarea y nuestro honor consisten en consagrar nuestra vida a la realización de este sentido…Pero no puedo olvidar que hay en ello un acto de fe».

Pero es una fe no instalada que se asume cada día como un salto y que espera que Alguien, que es Amor, nos acoja. Como la fe del Cristo de la Oración del Huerto o del que recita el salmo 21 en la Cruz. Una fe no confortable pero arropada por la esperanza.

  • Federico Romero fue secretario general del Ayuntamiento de Málaga y profesor titular de Derecho Administrativo en la UMA.