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TribunaÁlvaro de Diego

Ridícula corte liliputiense

Mediocres son quienes en el Congreso y el partido entonan un lastimoso sí de las niñas ante un presidente desalmado y chapucero, indiferente a la dignidad de millones de españoles

Haciendo un exceso, Francisco Ayala lo tildó de «hombre, al fin, mediocre». Como la paloma de Alberti, se equivocaba. A Johann Peter Eckermann (1792-1854), editor de las obras de Goethe y autor de las famosas Conversaciones con el sabio, nunca le faltó el mérito.

Su hogar había tenido de loft nada más que la falta de paredes más allá de la puerta. La mísera cabaña de Winsen apenas contaba con una escalera portátil para subir al granero, una solitaria vaca y el calor de una madre añosa. Duelos y quebrantos en tan reducido cosmos y un padre intermitente que desplazaba a pie por la comarca su negocio ambulante de cintas, hilos y seda. A los catorce Eckermann apenas leer y escribir sabía. Parvo presente, porvenir agostado.

Pero no es hombre, al fin, mediocre quien admite que cada oportunidad cuenta. Aunque se presente bajo la modesta envoltura de un paquete de tabaco. Lo ha adquirido el cabeza de familia y viajante, que lo descuida sobre la tosca mesa de la choza. La marca es la cabeza de un caballo que el joven Johann Peter se apresta a copiar. Con detalle y preciosismos impropios del modelo. Se ha puesto ya en marcha la rueda. Un vecino ceramista le obsequia unos cuadernos que su mano inquieta puebla pronto de dibujos. Y estos, al punto, caen en manos del alcalde de Winsen, quien propone la tutela de un pintor de Hamburgo. Lo evitan unos padres ignorantes y medrosos. No imaginan el pincel, sino la brocha gorda que con harto riesgo encarama a lo alto de las tapias. Sin embargo, permiten que su hijo reciba las migajas de una educación para ricos. Algo de latín, algo de francés y algo de música le facilitan al joven Eckermann un empleo de escribiente en el juzgado. La formación de aluvión da paso a la que él ya puede procurarse. «Siempre sentí la necesidad de instruirme», no son palabras de un «hombre, al fin, mediocre». Y voluntario en las milicias patrióticas, combate en la campaña del invierno de 1813-1814 contra las tropas napoleónicas que han invadido su tierra. Después llega el tardío ingreso en la Universidad de Gotinga y la remisión a Goethe de un trabajo literario que merece la gentil aprobación del coloso.

Los hombres que mucho se esmeran anotan escasos días de júbilo en sus diarios. Eckermann vivió uno de los más felices el 10 de junio de 1823. Aquel martes conoció al autor del Fausto en Weimar. Los nueve años siguientes transcurrieron en la compañía y cautelosa expansión del distante poeta. Ayala señala que sólo el azar y la frailuna fidelidad concedieron al imprevisto confidente un lugar en la Historia. Pero el deslumbrado discípulo siempre se nos aparece como un polizón en aquella «ridícula corte liliputiense» (Ortega y Gasset dixit) a la que se ha acomodado Goethe, pues una sensibilidad extrema busca siempre al sosiego.

No es hombre, al fin, mediocre quien se arrima a lo sublime. El hijo del viajante desaloja inadvertidamente de su torre de marfil al varón excelso. Intercambia con él juicios literarios y asiste, con reverencial recogimiento, a las digresiones botánicas y sobre el color del sensacional polígrafo. El retratista de la cajetilla pone a jugar al superdotado anciano. Y qué lamentable resulta Goethe como arquero.

Eckermann brilla por lo bien que escucha. Los silencios del maestro desmienten la presunta medianía del discípulo, porque en ocasiones resultan lóbregos. Al ilustrado Goethe («luz, más luz») no le empacha censurar la imprenta que, a su juicio, extenderá el error por el mundo. Pero calla en ocasiones cuando se le recuerda a Napoleón, al que siempre refiere con respeto. Nada parece querer recordar de Erfurt, cuando el corso le mantuvo en pie mientras despachaba con sus ayudantes vulgares temas de intendencia. Sigue sin molestarle que el soldado le afeara pasajes del Werther. Y con un subterfugio despacha la autoría de tanta muerte y exterminio. El «genio demoniaco», que transforma la naturaleza de algunos hombres, dimensiona el enigma de Napoleón, la inquietud de un semidiós compelido a empresas sin límite.

Tampoco osa Goethe rememorar su antiguo pasmo ante aquella horda de desharrapados que presuntamente inauguraron una nueva era en la Historia. No se deja salpicar por el barro de Valmy, ajuste final de un prosaico intercambio artillero. Tan prosaico que, a su término y a la caída del sol, todos durmieron en sus posiciones de partida.

Definitivamente, Eckermann no es hombre, al fin, mediocre. No lo es quien humildemente se pregunta si ha logrado dar cuenta cabal de una década junto a un ser tan extraordinario: «(…) Me figuro que soy como un niño que pretende recoger en sus manos la lluvia confortante de la primavera, y se le va por entre los dedos la mayor parte del agua».

Mediocres son quienes en el Congreso y el partido entonan un lastimoso sí de las niñas ante un presidente desalmado y chapucero, indiferente a la dignidad de millones de españoles. Obscena ramplonería es respaldar a un político en permanente posición fecal, esto es, cobijado en el vientre de la mentira y en vertiginoso estado de descomposición ética. Esta que sufrimos sí que es una ridícula corte liliputiense. Y no tiene precisamente a Goethe en el centro.

  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo