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TribunaMiguel Aranguren

Un pasillo de espinos

Con el silencio contemplativo saltamos desde esos misterios al estupor, del estupor al embebecimiento en las más variadas disciplinas, y desde el embebecimiento a la osadía de perseguir un sueño creativo

Después de seis o siete años (desde el 2000 tengo averiada la medida temporal) vuelvo a exponer mis pinturas y esculturas en Madrid. Aclaro lo de la capital, no porque entre medias haya mostrado mis trabajos plásticos en otras ciudades, sino por poner al lector en contexto. En todo caso, son seis o siete años de tomar apuntes, abocetar, buscar encuadres, encargar materiales sobre los que plasmar mis obras, dibujar, pintar, barnizar, enmarcar, tallar, policromar, encerar y un larguísimo etcétera de actividades que combino, claro, con otras obligaciones, porque a estas alturas la pintura y la talla son, sobre todo, una necesidad moral más que un complemento económico. No me quejo; me siento más que pagado con esta nueva posibilidad de brindar mi trabajo al juicio del foro.

Vivir entre palabras, colores y formas es mi sino –¡bendito sino!–, el catalejo con el que me acerco a la realidad en este tiempo acelerado que apenas nos deja resquicios para la contemplación. Contemplar no es lo mismo que ver, ni siquiera que mirar. Tampoco el verbo observar lo alcanza como sinónimo. Contemplar significa volcar todos los sentidos en las cosas (los objetos, las personas y hasta el más allá) con el propósito de encontrar su verdad, su trascendencia. Es la única puerta que se abre a la belleza escondida, es la misión radical a la que estamos obligados todos los seres humanos.

Lo que describe el último informe PISA (que se suma al anterior y al anterior del anterior), es el paisaje deprimente de una España en la que padres y educadores hemos renunciado a que nuestros hijos aprendan a contemplar la verdad sanadora, esa belleza que se bebe de a poquitos y que nos reconcilia con la vida, irremediablemente salpicada de acontecimientos dolorosos. Insisto, lo que el último informe PISA viene a contarnos es que padres y educadores hemos hecho una gravísima dejación de obligaciones en los sucesivos gobiernos de esta Democracia, a los que nada les ha interesado tanto como elevar la idiocia a asignatura transversal en la que se apoya el resto de conocimientos académicos.

Ante la maldad de las leyes educativas del Estado, solo cabe una defensa: proteger a nuestros hijos del ruido. Visto desde la otra orilla, la pelea más eficaz contra la ignorancia es la búsqueda y la promoción del silencio, de un silencio que conduzca al asombro, primera consecuencia del anhelo por la contemplación, que, lo sabemos, exige un entorno de bajos estímulos audiovisuales que obliguen al niño y al adolescente a enfrentarse al aburrimiento, que es como el pasillo de espinos que conduce a un jardín cuajado de maravillosas posibilidades con las que aprovechar el tiempo.

El i-pad en la escuela (¡que vivan la pizarra, los apuntes y los libros de texto!), las pantallas en casa y en la calle, las plataformas televisivas, la música envolvente a través de los cascos a todas horas… adocenan a los herederos del mejor y mayor patrimonio de la humanidad, para arruinarlo. Occidente, con cada uno de sus logros, se ha construido sobre el pensamiento, que solo rompe a hervir en una atmósfera con bajos estímulos audiovisuales. Detrás de cualquier afición trabajada, de cualquier pasión transformadora, de la forja de una persona construida desde dentro, está esa contemplación, que traduce el pasmo en determinación por conocer más y mejor, por profundizar en todo lo inútil, porque solo con lo inútil, sin la mediación de ningún interés lucrativo, se puede alcanzar un estado de desapego a lo que es fungible y transitorio y, por ende, atisbar nuestra vocación a la felicidad.

Por dejarlo bien atado, es mediante el silencio que podemos asomarnos a los misterios de la vida. Con el silencio contemplativo saltamos desde esos misterios al estupor, del estupor al embebecimiento en las más variadas disciplinas, y desde el embebecimiento a la osadía de perseguir un sueño creativo. Desde la humildad, los cuadros que expongo brotaron en ese silencio, como las tallas en madera que pueblan la sala y que guardan tanto de mí: horas y más horas de búsqueda, de miradas, de preguntas y resoluciones.

Tiemblo al pensar qué hubiera sido de mí de haber nacido veinticinco años después. El lustro crucial de mi formación primaria me salvó de los i-pad, de las pantallas, las plataformas televisivas y la música a mansalva, de forma que un aburrimiento pasajero y la curiosidad me tentaron a toquetear una caja de acuarelas y a pulsar las teclas de una máquina de escribir.

  • Miguel Aranguren es escritor