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tribunaMiguel Aranguren

Tartamudos, gangosos y mariquitas

La conductora, los concursantes, las azafatas y el público se partían de la risa con aquellos chascarrillos inocentes que hoy colocarían a Arévalo bajo los cascos de los caballos del ministerio de cualquier pamplina

Acaba de morir Arévalo, cuenta chistes carpetovetónico que pobló los expositores de casetes en las gasolineras de la piel de toro, humorista omnipresente en aquella televisión de dos únicos canales que, para más inri, eran del Estado, es decir, del Gobierno.

La gente se despiporraba con el humor básico y en cadena de las noches de los viernes, interpretado en absurdas historietas por aquel hombre chiquitín durante el Un, dos, tres, programa que se extendía durante horas como un previo del aburrido infierno, entre loas de la presentadora, las azafatas y los actores de reparto a su inventor y director, quien al dirigirse a la cámara componía una voz meliflua como la que hoy despacha Pedro Sánchez, cuando, en realidad, eran sabidos sus gritos rabiosos desde la cabina de realización cada vez que se veía obligado a repetir alguna escena de aquel falso directo, de lo que me dio fe una mujer que trabajó en las labores domésticas de mi casa, tras destinar las horas que van de la mañana de un lunes a la madrugada de un martes a participar en la grabación del programa entre el público, a cambio de un pasaje gratuito en autobús desde plaza de España a RTVE, un bocadillo y un refresco, dos mil pesetas a cobrar a los tres meses y el honor de haberse sentado justo detrás de Mayra Gómez Kemp.

Arévalo era un fijo en aquel deambular televisivo de humoristas que Chicho Ibáñez-Serrador sumaba a la temática de cada emisión, mediante disfraces de distinta jaez y entradillas más o menos hilarantes, que hacían referencia, no sé, a la antigua Roma, al Chicago de los años veinte, a los garrulos de los pueblos mesetarios, a la llegada de las suecas a los litorales levantinos, a las cavernas y sus cavernícolas, al espacio sideral… De pronto, un tumulto interrumpía los debates que Mayra mantenía con la pareja de concursantes (castamente unidos en matrimonio), a los que había empezado a tentar con los señuelos que podían esconder el ansiado SEAT de cinco plazas (siete si los niños se sentaban culo adelante-culo atrás), que desde el escenario guiñaba sus pilotos de emergencia en una provocadora incitación a la codicia.

El nombre del programa (Un, dos, tres) venía acompañado por una coletilla calcada de las páginas de los tebeos de Bruguera («…responda otra vez»), como en el título de las desventuras de aquellos monigotes que hacían nuestras delicias: «Mortadelo y Filemón, agencia de información», «Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte», «Anacleto, agente secreto», «Doña Tecla Bisturín, enfermera de postín», etc. No era lo único que lo asemejaba a las viñetas de posguerra (que se republicaban una vez y otra a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, en las distintas cabeceras de la casa: DDT, Tío Vivo, Mortadelo, Supermortadelo, etc.). Otras afinidades eran la limitación argumentativa de los gags, con el propósito de ponerlos al alcance de todos los públicos, la repetición de estructuras narrativas y el abuso de chanzas inocentes que hoy provocarían un escándalo público (¡que me traigan las sales!) a cuenta de los torquemadas de la moralidad globalizada, esos mismos que aceptan a un sádico sexual como profesor de primaria al tiempo que se rasgan las vestiduras si alguien se refiere al matrimonio como la exclusiva y definitiva unión entre un hombre y una mujer, con el propósito de la procreación y la sana crianza de los hijos.

Arévalo era especialista en los chistes protagonizados por tartamudos, gangosos, ciegos, mariquitas, cojitrancos y demás jugadores del equipo de la corte de los milagros. Para representar a un tartamudo, estiraba el cuello, entrecerraba los ojos y golpeaba repetidamente la lengua contra el paladar. Para los gangosos ponía la boca de lado y sonreía con sus diminutos párpados achinados. Para los maricas floreaba brazos y manos, y colocaba el trasero en pompa. Para los cojos se bamboleaba de manera estentórea, como si le faltaran veinte centímetros en una de sus cortitas piernas. Y la conductora, los concursantes, las azafatas y el público se partían de la risa con aquellos chascarrillos inocentes que hoy colocarían a Arévalo bajo los cascos de los caballos del ministerio de cualquier pamplina, condenado por haber dicho «marica» en vez de «gay», o por haber simulado trabucarse al pronunciar «otorrinolaringólogo».

Las cuchufletas de Arévalo, de Bigote Arrocet, de la Bombi, del Dúo Sacapuntas, Raúl Sénder, Beatriz Carvajal, las hermanas Hurtado o Antonio Ozores eran tan poco ingeniosas y tan repetitivas como los argumentos con los que Ibáñez, Escobar, Cifré, Smith, Raf, Vázquez y otros muchos dibujantes sujetos a las cadenas de la editorial barcelonesa de tebeos rellenaban, semana tras semana, las páginas protagonizadas por sus personajes: suegras, jefes, directores, patronas, reporteros, detectives… que en su discurso nunca se preocuparon por el lenguaje inclusivo, por la violencia de los mamporros con los que se resolvían casi todos los episodios ni por su lenguaje repleto de cultismos indescifrables en esta España de lenguas cooficiales.

  • Miguel Aranguren es escritor