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TribunaMiguel Aranguren

Con Urtasun, de visita por el Prado

De mi visita imaginaria solo han quedado algunos paisajes y las brujas y aquelarres del sordo de Fuendetodos, «porque las escenas de guerras no pintan nada en un gobierno de discurso pacifista»

Me he propuesto hacer un experimento que, por insulso, no requerirá inversión tecnológica, lo que también es una justificación a la pereza sistémica que me asalta cuando escucho hablar de Inteligencia Artificial, cuando nos basta la imaginación y cierta locuacidad para hacer posible lo imposible.

Esta tentativa no me desagrada; llevar a Ernesto Urtasun de visita a una de las pinacotecas más importantes del mundo se me antoja divertido. No sé, su aspecto de profesor del instituto despierta mi intriga hacia sus conocimientos y su sensibilidad artística, condiciones básicas, digo yo, para el cargo, porque de igual manera que no cabe un ministro de Asuntos Exteriores que no chapurree el inglés o el francés, ni una cartera de economía en manos de un ignorante en la cuenta de la vieja, cuesta creer que Urtasun haya aceptado el prurito de su flamante cargo si sus pudores ideológicos le castran la libertad para enfrentarle al contenido de nuestros museos, albergue de buena parte de la historia patria. Pero dejémonos de prolegómenos y demos la primera vuelta a la palanca de la imaginación.

Saludo a don Ernesto en el acceso a la pinacoteca del Prado que da a los Jerónimos. Tal como me enseñaron en casa, le trato de usted, permito que se pague la entrada –como es del movimiento Sumar, detesta los privilegios–, solicito la mía con el descuento correspondiente tras mostrar mi carné de familia numerosa, y le cedo el paso. Ya en el recibidor, le propongo echar un vistazo –en un artículo de prensa no hay espacio para más– a alguna de las obras principales de la colección.

Apenas avanzamos unos pasos, me advierte de la primera de sus cuitas: no quiere posar sus ojos en ninguna tabla, lienzo, escultura ni arte mobiliar que represente motivos cristianos, pues –según su manual del ciudadano obediente– ofende gravemente al laicismo irrenunciable de las sociedades modernas. Feliz y ufano (insisto, la imaginación es más ágil y poderosa que la Inteligencia Artificial), el Prado se ha quedado de un trapazo sin tres cuartos, más o menos, de su patrimonio, eso sí, después de que me haya visto obligado a pararle los pies, pues el señor ministro pretendía arrasar también con las temáticas veterotestamentarias, al considerar que tratan de «lo de Jesús y esos» (en el determinante «esos», el hijo de la LOGSE engloba a todo aquel que aparece retratado con las manos juntas y los ojos dirigidos hacia las alturas). Al aclararle que compartimos esas escenas con judíos y musulmanes, ha reculado –«Bueno, que se queden»–, temeroso, quizás, de que lo acusen de antisemita o de provocar un disgusto mayor con los fieles a Alá. Su ignorancia me ha servido para salvar de la quema algunas obras alegóricas sobre la Eucaristía, que tienen una fuerza catequética mayor que el mismo Martirio de San Felipe, de José de Rivera.

Enseguida el ministro de cultura me viene con lo de los reyes. Me explico: ha dejado bien claro que el contenido de nuestras colecciones debe «superar el marco colonial». Y aunque he utilizado toda mi didáctica para descubrirle que España nunca tuvo colonias, se me ha puesto bravucón y ha hecho valer su autoridad («¡Que les corten la cabeza!»), dándose aires de un Morat posmoderno, desconocedor de que esa sentencia grotesca lleva la firma de Lewis Caroll en boca de una monarca caricaturesca. Total, que sin retratos de las dinastías de reyes y reinas que don Eduardo acusa de colonizadoras, príncipes y princesas, infantas y meninas, cortesanos y cortesanas… ha dejado mancos a Velázquez y Goya, entre otros, llenando de ecos los salones a los que acudían miríadas de turistas, en donde se inspiraron a hombres egregios de todo color político. Los enanos y bufones, de siempre tan queridos por la gleba, han tenido que tomar sus marcos a cuestas y salir del museo bajo la mirada rencorosa de nuestro cultureta. No les quedaba otra.

Crecido ante semejante destrozo, el muchacho de la izquierda molona, cuota pactada entre Pedro y Yolanda, ha arrugado el gesto frente a bodegones en los que aparecen frutos traídos de las Indias. Tampoco quiere higos ni membrillos, engañado por Wikipedia, que ha cambiado el origen asiático de la planta por el caribeño («¡Fuera, fuera! Superemos el marco colonial anclado en inercias etnocéntricas», insiste, sin apreciar la polisemia que «marco» tiene en una pinacoteca y, por ende, la confusión que provoca a la hora de superarlo). Tampoco quiere paraísos terrenales con aves de colorido plumaje, fieras y monos, «cuyos derechos ampara nuestra Ley de Bienestar Animal».

De pronto, se ha acordado «de lo del género». Por respeto a La maja desnuda («en el ministerio también nos preocupamos por la salud de los modelos de los artistas; nadie debe constiparse gratuitamente. Esto lo arreglo yo en un momento»), ha telefoneado a un par de activistas del PACMA, a los que ha rogado que, con cargo al presupuesto de Cultura, tejan una ropa interior de lana para que después se la peguen al monigote con cola de carpintero.

Ante Las tres gracias de Rubens no ha podido evitar un sofoco, pobre don Ernesto, ya que «incitan a la gordofobia y a que los niños se dejen llevar por un consumo exagerado de bollería industrial». Del sofoco hemos pasado al desmayo en cuanto nos hemos dado de bruces con algunos torsos masculinos y otras figuras en piedra de barbudos de cuerpo entero, de los que cuelga un pene de gorrión, lo que rompe con la igualdad de identidad: «Si las Gracias exhiben pechos y jamones generosos, ¿qué pintan aquí estos pitilines arbitrarios, ajenos a toda proporción?».

De mi visita imaginaria solo han quedado algunos paisajes y las brujas y aquelarres del sordo de Fuendetodos, «porque las escenas de guerras no pintan nada en un gobierno de discurso pacifista». Urtasun ha estado a punto de indultar El jardín de las delicias y La mesa de los pecados capitales, ambas de El Bosco (se ha reído mucho al descubrir a un personaje que se tira un pedo, y a otros en lances lujuriosos), pero al escuchar la explicación de un guía acerca de su sentido religioso, también los ha mandado a la quema. Tampoco quiere el Saturno devorando a su hijo, no vayan los provida a sacar conclusiones metafóricas, ni El perro, ambos firmados por el maestro aragonés por excelencia, «que no sé si lleva el microchip reglamentario».

Así ha salido el experimento, señores, después de un largo paseo sobre los mármoles de la joya de la corona (perdón), esa corona que nos entregó semejante legado universal a todos los españoles (doble perdón), también a aquellos que en su sangre llevan goterones de savia «colonial» (triple perdón), y a los que han venido de las antiguas provincias de Ultramar y disfrutan de doble nacionalidad.

  • Miguel Aranguren es escritor