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TribunaMiguel Aranguren

El patrón de las gafas

Reconozco, con cierto sonrojo, que cuando empecé a confundir los números en el teclado del móvil y a cansarme en demasía frente a la pantalla de mi procesador de texto, se me despertó la emoción de empezar a llevar gafas

La industria de la parafarmacia tendría que dedicarme un día al año de sentido homenaje, jornada festiva para sus empleados (diseñadores, obreros en las fábricas de la China, hombres y mujeres de las cadenas de montaje, importadores, almacenistas, distribuidores y encargados de la venta final de sus productos), pues dudo que exista en España –qué digo, ¡en Europa!– alguien que me iguale en la adquisición de gafas de presbicia. Las compro a pares y a pares las pierdo, las rompo, me las olvido en trenes, en salas de espera, en salas de cine, comercios y hasta en las mismas farmacias a las que acudo para adquirir algunas de repuesto para el porsiacaso y que, al llegar a casa, guardo en cualquier cajón para no encontrarlas en el momento clave, en la urgencia, cuando saltan la bocina y la luz roja –mec, mec… como en los submarinos de película–. Es decir, cuando es inexcusable que lea y responda un mensaje telefónico, me entere de lo que indica el prospecto de un medicamento, tenga que repasar la clave de la wifi en la carcasa inferior del modem (qué de palabros estamos obligados a usar...), me pidan mis hijos que pulse no se sabe qué botón del mando a distancia del televisor o haya llegado la hora dulcísima de meterme en la cama acompañado de unos cuantos libros.

Reconozco, con cierto sonrojo, que cuando empecé a confundir los números en el teclado del móvil y a cansarme en demasía frente a la pantalla de mi procesador de texto, se me despertó la emoción de empezar a llevar gafas («gafas de ver», las llamo en espantoso pleonasmo para distinguirlas de las gafas graduadas que revierten los efectos de la miopía, el astigmatismo y otros problemas oculares de calado superior y que no padezco). Confié en que dicho complemento sumaría seriedad a la cáscara de mi oficio literario y me ayudaría a aparentar un aire más interesante, a lo Rip Kirby, el famoso detective y bon vivant del tebeo norteamericano de los años cincuenta, al que unos lentes con montura de pasta oscura le ayudaban a enamorar a las bellas damas que Alex Raymond trazó con magistrales líneas de tinta china.

Por entonces, tonto de mí, no conocía las limitaciones del adminículo: dos lupas sujetas a un marco y unas patillas con las que ni he conseguido añadir prestigio a mi dedicación profesional ni, mucho menos, enmascarar cierta vinculación con el héroe que sometía a los hampones del crimen más sofisticado. Lo único que he logrado es una dependencia –una más– a un elemento que por su facilidad de evaporarse sin hacer ruido es más una cruz que una ayuda, maldita sea, y que, por si fuera poco y ante el habitual descuido de su usuario no tarda en presentar máculas en sus cristales, que van casi siempre moteados de huellas y otras suciedades que empañan la magnífica visión que prometían en sus expositores.

Es cierto que al adquirir un par de gafas de vista cansada, el cliente recibe como detalle de cortesía una gamuza para mantenerlas impecables, así como un estuche donde portarlas mientras no las utiliza. Y se agradece. El problema, por tanto, está en este cliente, que va topándose con gamuzas en los lugares más insospechados (el cajetín de la moto, el bolsillo del chaquetón de esquí, el vaso en el que guarda los pinceles, el interior de un zapato, los dobleces de una toalla de playa, la cesta de los calcetines, la goma que asegura el cierre de la puerta de la lavadora y la carpetita que contiene el permiso de circulación y el seguro del coche). Los estuches, por su parte, no me caben en los bolsillos del pantalón y se me quedan varados en los de las chaquetas. Por eso, hasta hace unos meses hacía uso de una cuerda atada a las patillas para que las antiparras no abusaran de su habitual tendencia a escaparse. Dicha cuerdita, claro, fue causa de otros problemas: se me enredaba en los botones de la camisa o en la cremallera de la chamarra. También saltaba alguno de sus enganches si le daba un tirón involuntario y entonces las gafas salían catapultadas para caer, es un ejemplo, detrás del radiador. Incluso, si las llevaba colgadas a mi cuello se doblaban o partían con el abrazo de un amigo o en aquellas ocasiones en las que tomaba en andas a un niño para hacerle un arrumaco.

Por todo lo dicho me postulo a santo patrón de la industria de la parafarmacia, gastador oficial de lotes completos de 2 y 2’5 dioptrías en toda clase de modelos: lentes redondas, rectangulares, con pantalla antirreflejante, sin pantalla antirreflejante, con protección de rayos ultravioleta y de andar por casa, monturas con muelle, con grapa, con tornillo, de metal, de plástico rígido, de acetato, gafas bonitas, pasables, feas y horrorosas.

  • Miguel Aranguren es escritor