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tribunaMiguel Aranguren

Chat GPT

Es la voz única que nos hace claudicar en nuestras funciones de análisis, asimilación y toma de decisiones, que a partir de ahora regurgitan por los intestinos misteriosos de los algoritmos

Los profesores hemos empezado a jugar a policías y ladrones. Si me incluyo en el bando de los defensores de la Ley es porque desde hace veinte años me dedico, entre otras cosas, a contagiar el amor por la literatura creativa entre los adolescentes. Y me enorgullece poder mostrar los frutos, condensados en la página web de Excelencia Literaria, la actividad que diseñé y dirijo, con la que he conseguido dar cuerpo a la carrera literaria de muchos chicos y chicas, que demuestran en sus obras la fuerza del compromiso con la Verdad. Son autores de miles de relatos, novelas, poemas, artículos de prensa, traducciones, guiones de cine y televisión… que brindan una imagen trascendente del lector y su destino.

Si me he referido al juego infantil que divide el universo entre malos y buenos (nada tan gozoso para un niño como formar parte de los «malos»), se debe a que a los educadores ya no nos compete señalar las faltas de ortografía, peccata minuta ante el veneno hipnótico de las tecnologías. Un escolar, un universitario, un licenciado en la etapa culmen de su proyecto final de carrera y hasta un doctorando es un gurruño de papel sucio cuando se deja enredar por las facilidades abusivas que le tienden las herramientas digitales, en las que desaparece la Verdad a la que antes me refería (pasaporte para la integridad), al conchabarse con la falta de esfuerzo, un voluntario deslizarse cuesta abajo por parte de aquellos que, a partir del umbral del uso de razón, firman un pacto con la debilidad intelectual, con la trampa, con el abuso de confianza, con el atajo podrido que les iguala –en lo externo– a quienes afrontan las dificultades con conciencia, asumiendo que nuestros días no pueden ser un repóquer de éxitos sino un sol y sombra, una de cal y otra de arena, un blanco y negro, un sí y un no, una risa y un llanto, un recoger a partir del brío que hayamos puesto en cada tarea, lo que lejos de provocar frustración, hace que disfrutemos del trayecto bajo la incógnita de que la llegada no está asegurada.

Me ha costado entender que el Chat GPT es una fuente inagotable de alimentación para los vagos y los aprovechados. Ahora tengo claro que sus frutos se quedan en la apariencia, que están llenos de falsedad. Si nuestro sistema educativo es un canto a la desmotivación, un paraíso para los haraganes, un diseño formativo que desmotiva a todos aquellos que tienen talentos para hacer de su vida una aventura aprovechable, un empujón a los estudiantes por el sumidero de la atrofia intelectual, el GPT ha llegado para joder aún más a la marrana. Ahora sí, es la máquina la que nos brinda un pensamiento enlatado que viene a sustituir la mayor o menor genialidad del individuo, su facultad creativa, la originalidad que nos particulariza, la motivación para que nuestras cualidades se pongan al servicio de los demás. Dicho chat es la voz única que nos hace claudicar en nuestras funciones de análisis, asimilación y toma de decisiones, que a partir de ahora regurgitan por los intestinos misteriosos de los algoritmos. Es, en resumen, el hombre sometido al abuso de poder que se esconde bajo la careta del desarrollo.

Basta pararse a considerar lo que significará la rendición de estas generaciones a las facilidades inconmensurables de ese cerebro perverso, fabricado al albur de empresas millonarias y programadores invisibles. Un nuevo extraño ha venido a sumarse a los tipejos que viven en la habitación de nuestros hijos –padres, abramos de una vez los ojos–, entes malignos que violan de manera continuada su inocencia, atrofiándoles con violentos escándalos sus capacidades afectivas, entes que les obligan a aparentar ante una comunidad universal una felicidad velada con toda clase de filtros, que les incitan a mamporrear a los débiles desde el anonimato de la pantalla, que les empujan al exhibicionismo rastrero, también a la cesión de su sagrada intimidad a pederastas y pedófilos, travestidos en chicos y chicas de su edad.

Los buenos educadores están perplejos porque buena parte de los padres se han desentendido de la prevención de estas amenazas. Andan en sus rupturas matrimoniales (la mutación del amor en odio), con un infantilismo que les ciega y por el que han fiado el cuidado de su descendencia al Chat GPT, a las redes sociales, a internet y a la intranet, en la que los menores de edad se topan con todas las caras del horror. Los educadores están perplejos, digo, porque no aciertan a ponerle nombre a los padecimientos que causan las pantallas. Y, lo que es peor, porque les asusta proyectar cuáles serán las consecuencias.

  • Miguel Aranguren es escritor