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TribunaJosé Andrés Gallegos del Valle

OTAN

Los dueños del Kremlin interpretan que los europeos no seremos capaces de brindar a Ucrania el apoyo que las fuerzas del país necesitan, también en los foros oportunos

Sólida y brava, Finlandia se integró en la OTAN en 2023. Y en febrero de 2024 Suecia se adhería como trigésimo segundo Estado parte. Todo revela el cambio de fondo de nuestras sociedades en los últimos decenios.

En los primeros 90, joven diplomático, elaboré una nota en nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores para puntear la entonces casi imperceptible transformación del modelo nórdico de estado del bienestar –mayorías socialdemócratas, seguridad social extensiva con imposibles cargas fiscales y neutralidad o neutralismo–. Para una aún pequeña, pero cultivada, minoría, aquel sistema recortaba la iniciativa del ciudadano y la responsabilidad internacional de sus países. Yo analizaba que el cambio se impondría. Nuestro director general de Europa, Jesús Ezquerra, socialista honorable, refrendó con su firma aquel papel musitando: «La realidad es que apenas quedan obreros en Europa».

Nuestras democracias siguieron la línea constatada. Conformadas por clases medias aún más amplias, mejor formadas, más capaces de pensar por sí, responsables de su propio futuro, incluida la seguridad nacional y compartida, promueven nuestras Constituciones mientras limitan el todopoder de los Gobiernos, nacionales y regionales, tan característico de los siglos XIX y XX. Nietas del 68 parecen poco amigas de la corrección política arraigada en sus padres y abuelos. Ensayos críticos con el pensamiento único y la policía de la palabra crecen, abundantes e inéditos. Nativas de las nuevas tecnologías, las nuevas élites construyen con realismo ideas e ideales, mientras valoran un trabajo profesional bien hecho en un mundo político quizá más subsidiario. Limitan su variable para terminar antes la jornada y atender a su familia. Gran cambio. Como el Príncipe Hamlet contesta la pregunta de la Reina sobre lo que le hacía parecer tan singular con un «¿parecer, Señora? No. Yo no sé parecer».

Las nuevas clases medias saben que Weimar no debe repetirse: nuestras democracias han de poder defenderse. Además, entre las dolencias internacionales del crecimiento encontramos irenismos por un lado y populismos, satrapías o dictaduras, por otro, que debilitan el valor de nuestras sociedades nacionales, tal como las asumieron los padres de la Unión Europea. La abstención en este mundo dividido es culpable.

La Rusia de Putin nos preocupa. No la Rusia real, parte indisoluble de nuestra cultura y gran potencia europea. Ni su extraordinario pueblo, con el que tanto queremos. Inquieta su parodia, esa pseudorealidad asiatizante, achicada y desinformada por un grupo menor, sostenido mediante votaciones masivas, aunque no estrictamente democráticas –87,3 por ciento la última– y por los pueblos Potemkin levantados desde el Kremlin. Corrillo que no admite adversarios, sino fallecidos, mientras reproduce la doctrina Brejnev como medio de dominación sobre su entorno.

No fue el pueblo ruso, sino ese equipo quien en 2014 agredió a Ucrania hasta la anexión de Crimea y Sebastopol. Grupo que a partir de 2022 esgrime la forma más grave y peligrosa del uso ilegítimo de la fuerza para, ante su fracaso frente a la resistencia de la capital, Kiev, establecerse en el corredor oriental y meridional del territorio ucraniano que liga Rusia con Crimea por tierra, con la pretensión de destruir la soberanía, la integridad territorial y la independencia política del país agredido, entre histriónicas amenazas no creíbles de guerra nuclear.

Frente al designio de esa facción se levanta la voluntad del pueblo ucraniano. También la nuestra, como sociedades democráticas. Y como miembros de la Alianza. Ya el 1 de diciembre de 2021, el secretario general Stoltenberg, dejaba claro que «Rusia carece de derecho a establecer una esfera de influencia tratando de controlar a sus vecinos».

Centroeuropeos y bálticos nos advierten, además, de que una derrota en Ucrania abriría el riesgo de control putiniano sobre el gran arco europeo Kiev-Tallin. Y daría alas a ambiciones territoriales adicionales e igualmente espurias en otros continentes. España también se encontrará amenazada, no sólo desde las fronteras rusas. Nuestra diplomacia ha de contribuir a doblar antes el brazo a dirigentes que sólo comprenden una política de fuerza.

Las clases medias españolas saben que Putin rechaza el derecho internacional, que siempre protege la integridad y la soberanía ucranianas: la Resolución 3314 (XXIX) de la AGNU sobre agresión, el Tratado de Belavezha de 8 de diciembre de 1991 que puso fin a la URSS, el Memorándum de Budapest de 1994 sobre armamento nuclear, el Tratado de Partición de 28 de mayo de 1997, o el Acuerdo de Amistad ruso-ucraniano de 1997.Entre tantos otros.

Más aún, los dueños del Kremlin interpretan que los europeos no seremos capaces de brindar a Ucrania el apoyo que las fuerzas del país necesitan, también en los foros oportunos. Y, por ende susurran que careceremos de respaldo extraeuropeo permanente. Falso.

Por todo ello –y por tantas otras razones de higiene democrática– necesitamos la mayor unidad nacional en política exterior ante el riesgo real de conflicto, que también es nuestro. Sin aprensiones, los españoles hemos de prepararnos. Rápido. Con nuestros amigos europeos y atlánticos. Como sabemos hacerlo.

  • José-Andrés Gallegos del Valle es embajador de España.