Fundado en 1910
tribunaAntonio Bascones

La oración de los tambores

El ruido ensordecedor se entremezcla con una suerte de ilusión que mayores y pequeños, caminando lentamente, hacen del Viernes Santo un día de recuerdo recurrente

Aún resuenan en mis oídos los últimos redobles de los tambores de las procesiones elevándose al cielo como oraciones, como unos particulares arpegios sencillos y, al mismo tiempo, sentidos. Es una manera especial de encuentro personal con Dios y que, cada año, de manera continua, se repite en muchos pueblos a modo de sahumerio, triste en su resonar y alegre en su esperanza. Cada año, como si de una necesidad espontánea surgiese, por las calles empedradas y estrechas, se acercan los encapuchados con su tambor a cuestas, cumpliendo una promesa inacabada y secreta que consigo mismo hacen a modo de súplica. Lo realizan con un paso lento, armonioso, al son de sus tambores. A veces, se paran en una esquina, se concentran en pequeños grupos, repiquetean unos instantes y siguen su marcha. Es una forma diferente de rezar, pero también más sentida y profunda en las raíces ancestrales. Sin ponerse de acuerdo se concentran en la plaza, se reúnen en grupos, a veces amigos, a veces familias, e inician el tamborileo que asciende a los cielos y se funde con el sonido suave de los murmullos y de los comentarios de los presentes.

Los viandantes se arremolinan y se recuestan en las paredes desconchadas de las casas y en las puertas combadas de los portales, atónitos por el espectáculo que están viendo. Los turistas intentan reflejar el momento en sus máquinas fotográficas, captando el sortilegio del instante, de ese efímero segundo en el que el palillo golpea el cuero del tambor. Las mujeres se asoman a las ventanas, los zagales juguetean, bajo la atenta mirada de sus padres, alrededor de los cofrades, y los más pequeños, con sus zalagardas alegran la vida. Algunas mujeres miran el entorno con desgana y flojedad. Unos viejos sentados en las balaustradas de la plaza o al abrigo de los soportales que la enmarcan, evocan sus tiempos, ya lejanos, en los que ellos eran los tamborileros. La vida es un camino que hay que recorrer y de la manera que lo hagamos, y de la intensidad del recorrido, dependen nuestros recuerdos, pero llega un momento en que en este camino hay una inflexión y, entonces, se empieza a mirar más hacia atrás que adelante. Eso les sucede a los viejos del lugar.

Es el caos y el desorden en la muerte de Jesús, una manera de entender la confusión que sucede en el momento del fallecimiento del Redentor. El sol ilumina con sus rayos cansados las fachadas de las casas y, de cuando en cuando, una suave lluvia cae a ratos. Las gentes hormiguean por todas partes.

Las túnicas, de azul celeste, contrastan con el azul del cielo, algo más encapotado por la amenaza de lluvia que, sin embargo, no hace mella en la voluntad de los tambores que, desde 1678, un Viernes Santo, allá por el barroco, nacen para señalar el temblor de la tierra que sucedió a la muerte de Jesús. Nada más parecido que este sonido profundo, sonoro, a lo que un terremoto pueda significar. Fue un cuaresmero de la Colegiata de Santa María la Mayor, quien dio vida a esta costumbre que año tras año se repite, que concita familias enteras y que sirve de seña de identidad para significar las raíces del pueblo, aquellas que se remontan a siglos de esperanza y dolor.

La tamborrada, como así en el lenguaje popular se la conoce, nació, en un principio, para anunciar el comienzo de la Semana Santa y de los oficios religiosos para, más tarde, devenir en una auténtica ceremonia de colorido sonoro. Es una mezcla de sinestesia que, con pasión y orgullo, llevan los alcañizanos en su corazón donde se entremezcla el azul de las túnicas y el repiqueteo cadencioso de los tambores.

No es el único lugar, ya que otros pueblos cercanos de la ruta del tambor y del bombo tienen estas costumbres arraigadas en su recóndito y más profundo ser. Toda la región se une en esta plegaria acrecentada con el tiempo suscitando la admiración de turistas y curiosos. El ruido ensordecedor se entremezcla con una suerte de ilusión que mayores y pequeños, caminando lentamente, hacen del Viernes Santo un día de recuerdo recurrente.

Posteriormente, en una procesión ordenada a veces, desordenada siempre, pasea por el pueblo la señal de la muerte. Al acabar se recogen en las casas y al anochecer salen de nuevo para transmitir el caos que sucedió a la muerte del Señor. Dos días después, la Pascua de Resurrección renacerá, como su nombre indica, en una esperanza y trastocará el dolor en alegría de vida e ilusión renovada. Y así, año tras año, la vida sigue su curso.

  • Antonio Bascones es presidente de la Real Academia de Doctores de España