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tribunaRamón Pi

Un artículo de hace 30 años

Mi artículo trataba de la eutanasia y su título era «Me gustaría no ser católico». Aquel episodio fue el inicio de una amistad que hoy me arrepiento de no haber cultivado más

El reciente fallecimiento de Fernando Suárez González me ha traído a la memoria por segunda vez en pocos días el recuerdo de este político del llamado tardofranquismo: la primera fue con ocasión de escribir mi participación en un volumen que próximamente saldrá a las librerías escrito por los periodistas del grupo «Crónica» sobre la Transición, cuando hube de consultar su magnífica pieza oratoria que logró el hecho insólito del «harakiri» político que los procuradores franquistas para que la democracia llegase de la ley a la ley, en feliz expresión de Torcuato Fernández Miranda. Los periodistas demócratas teníamos, en general, poca relación con los ministros de Franco; por eso me llamó la atención que este ex diputado y a la sazón eurodiputado del Partido Popular me enviase una exultante felicitación por un artículo que yo había publicado en «El Observador», de precaria vida en Barcelona entre los años 1990 y 1993. Mi artículo trataba de la eutanasia, y su título era «Me gustaría no ser católico». Aquel episodio fue el inicio de una amistad que hoy me arrepiento de no haber cultivado más, pues más tarde nos vimos pocas veces, pero nos profesábamos admiración recíproca, más fundada en mi caso hacia él que en el suyo hacia mí. Con la autoridad del que se tomó la molestia de escribirme de puño y letra unos elogios ruborizantes, lo reproduzco aquí en lo referente a la eutanasia, sin tocar ni una tilde:

* * *

Me gustaría no ser católico.- [...] Hoy, en los albores del debate social sobre la legalización de la eutanasia, quiero decir que me gustaría no ser católico, para poder transmitir mi punto de vista sobre lo que considero una agresión gravísima a la dignidad y a la seguridad física y jurídica de las personas en cualquier sociedad que se llame civilizada, y hacerlo sin que mi condición de católico fuese esgrimida por otros como elemento descalificador, en ese diálogo que es –que debería ser– todo debate social, en lugar de una yuxtaposición de monólogos, como suele ser las más de las veces.

Me gustaría no ser católico para que se viera con más claridad que no hace ninguna falta ser católico para comprender que el valor y la dignidad de la persona humana no dependen de su edad, de su raza, o de su capacidad de producir, o de su mayor o menor habilidad o de cualquier otra circunstancia, sino que se fundamenta en el hecho radical de ser humana y de estar viva.

Me gustaría no ser católico para que nadie pudiera tergiversar el debate alegando que es por mi condición de católico por lo que me parece que un enfermo terminal no es indigno por no poder hablar, no controlar sus esfínteres o tener que ser alimentado por una sonda. Lo indigno, en todo caso, es fundar la dignidad de la persona en esas circunstancias; y no hace falta ser católico para comprender estas cosas, porque el respeto a la dignidad de la persona humana no es patrimonio exclusivo de los católicos.

Me gustaría no ser católico para hacer presente a los médicos que todos ellos, y no sólo los católicos, tienen la grave obligación deontológica de no discriminar entre sus pacientes, cada uno de los cuales tiene igual derecho a recibir del médico el tratamiento adecuado a su dolencia, y que no existe enfermo lo bastante grave como para que el médico pueda tomar la decisión de acabar con su vida, aunque el enfermo se lo pida. Me gustaría no ser católico para recordar, tal vez con más autoridad moral ante quienes descalifican a los católicos por serlo, que este principio ético está consagrado desde que Hipócrates lo formuló cuatro siglos antes de Cristo.

Sí: me gustaría no ser católico en este debate, para que esta condición mía no se interfiriese, en la mente de quienes lean estas líneas, especialmente los sociólogos, a la hora de reflexionar sobre la imparable capacidad expansiva de las excusas penales absolutorias para «casos límite», que acaban siendo excusas universales, como la estadística ya ha demostrado escandalosa y fehacientemente en el caso del aborto.

Me gustaría no ser católico para que los juristas que no creen en Dios ni en la Iglesia vieran con más claridad que no es por ser católico por lo que les invito a meditar acerca de la revolución que se operaría en nuestro derecho de sucesiones si la muerte de un ser humano no se considerase un certus an, incertus quando, sino que pudiera ser un hecho legalmente programable, con las consecuencias que se pueden imaginar.

Me gustaría, de verdad, no ser católico para que nadie pudiera pensar que es sólo por serlo por lo que apelo a los historiadores, para que nos ilustren sobre las consecuencias que en la Alemania nazi tuvo el desprecio a la dignidad humana de los «parásitos inútiles», con el silencio de todo un pueblo que prefirió –acaso aterrorizado, no hago juicios de intenciones ahora– contemplar en silencio un genocidio del que más valía no estar enterado.

Si insisto tanto en que me gustaría no ser católico en este debate es porque ya tenemos la experiencia de Holanda, donde la eutanasia se practica, de hecho, públicamente aunque sus leyes aún no la permitan; y allí se ha intentado con enorme tenacidad, y en buena parte se ha conseguido, reducir alevosamente el debate a una mera cuestión religiosa, como si no existiesen más argumentos que el mandamiento divino de no matar para oponerse a la eutanasia. Por eso insisto tanto; porque, por lo demás, no sólo soy católico, sino que sé por propia experiencia que mi condición de tal me ayuda a profundizar mucho más en la consideración del valor y la dignidad de la vida humana. Pero eso, como digo, no quisiera que fuese argumento; ahora creo que es esencial que todos (incluidos tantos católicos que aceptan el aborto provocado o la eutanasia más por comodidad, ignorancia o un mal entendido sentimentalismo que por mala fe) comprendiéramos que con las solas armas de la razón y la civilización es posible, y necesario, luchar por mantener la conquista más grande, acaso, de nuestra época, que es la universal consideración del valor inviolable del derecho a la vida, derivado de la inviolable dignidad de la persona.

  • Ramón Pi es periodista