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TribunaGonzalo Ortiz

¿Quién dominará el mundo dentro de 20 años?

China no ha empezado a ejercer sus responsabilidades internacionales, pero seguirá armándose y seguirá, cada vez más enérgicamente, rechazando un mundo dominado por los Estados Unidos

El título del libro de Noam Chomsky ¿Quién domina el mundo? me sirve para hacer unas consideraciones sobre lo que puede ser la relación de fuerzas en el mundo dentro de 20 años. En las postrimerías del mandato de Biden, parece evidente que este país, la primera potencia desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, y mucho más a partir de la desaparición de la URSS, tiende a perder posiciones relativas. El mundo de Bretton Woods y del predominio del FMI y del Banco Mundial está en crisis. Como están en crisis muchas democracias, y singularmente, la de Estados Unidos con una epidemia de bipolaridad que parte a la sociedad en dos, la campaña electoral de noviembre tenderá a ampliar la brecha entre demócratas y republicanos.

Tras la descolonización de la década de los años 60 del siglo pasado, el Sur Global avanza sin pausa con organizaciones como los Brics (que agrupa a Brasil, India, Sudáfrica y por supuesto China y Rusia) o con el G20, a estas alturas demasiado grande e inoperante. El mundo islámico se extiende sobre todo en población, con áreas de gran inestabilidad como el Sahel, Afganistán o el Oriente Medio, o con el nuevo protagonismo de los países del Golfo. La ONU, que tiene la virtud de la universalidad, cada vez se muestra más inocua en los conflictos regionales, en particular, por el ejercicio del derecho de veto por parte de los miembros permanentes.

Los dos conflictos vivos más importantes de los últimos tiempos (Ucrania y Palestina), han puesto de relieve la relativa soledad de los Estados Unidos, impopular en el mundo en desarrollo, que no ve con buenos ojos el apoyo incondicional a Israel o contempla con indiferencia la invasión rusa de Ucrania. En tanto que en su patio trasero, Iberoamérica, los Estados Unidos han perdido capacidad de influencia, como también ocurre en los países árabes y los países africanos.

Impulsada por la política de «detente» de Henry Kissinger, China salió del ostracismo internacional y empezó a crecer a partir de 1979. Dice Julio Rodríguez Aramberri que entre 1980 y 2016 su PIB se multiplicó por 34. En ese período, el PIB per capita creció de 1.000 dólares a 11.000. Todo esto se ha conseguido gracias a un doble pivote: el aporte de tecnología y capitales procedentes del mundo occidental y un gobierno eficaz basado según la doctrina de Deng Xiao Ping, en el mantenimiento del poder único del partido comunista, compatible con un sistema económico básicamente capitalista.

La China «rejuvenecida» de Xi Jinping ha recuperado el papel central que casi siempre ocupó en la historia de la humanidad, salvo en el llamado por los chinos siglo de la humillación que va desde las Guerras del Opio al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando bajo la égida del Partido Comunista consigue la unificación del país y la expulsión de los extranjeros. La China de hoy rechaza la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 como occidental, y aspira a aplicar sus propios parámetros. Le interesa para seguir progresando una cierta estabilidad y aprovechar un sistema que le favorece. Errores como la visita de la presidenta Pelosi, de la Cámara de Representantes, fueron utilizados para aumentar la presión sobre Taiwán (portaaviones, maniobras, sobrevuelos) y las manifestaciones en Hong Kong, para llevarse por delante la Ley Básica y los principios de la retrocesión acordada desde 1997 («un país, dos sistemas»).

En China predomina el sentido de lo colectivo sobre los derechos individuales. Y aunque, teóricamente, el Imperio del Centro no quiere dominar el mundo, el hecho de no querer ser dominada producirá automáticamente conflictos. De hecho, la expansión imparable de China se manifiesta en ser el socio principal de más de cien países o con sus iniciativas de la Franja y de la Ruta o de presencia militar en el Mar del Sur de China.

Los Estados Unidos se reconocen en crisis (lo más evidente fue el asalto al Congreso de enero de 2021) y se extiende la idea de un «Estado disfuncional» (Robert Gates), a pesar de la solidez aparente de sus instituciones. Y volvemos a la misma cuestión planteada en los años 30 del siglo pasado: ¿no son más importantes los resultados que los principios? ¿El «modelo» chino podrá imponerse de forma paulatina en los próximos 20 años? La respuesta a esta gran pregunta dependerá en gran manera de los resultados que dé el modelo.

Un modelo exitoso tiende a imponerse y veremos qué pasará con la ONU, la OTAN o la Organización de Seguridad de Shanghái, el G20, o la propia Unión Europea en función de su desempeño. La trampa de Tucídides (es decir, el enfrentamiento armado) no es inevitable, aunque históricamente, haya sido frecuente entre la potencia ascendente y la potencia menguante. Guerras que producen cataclismos institucionales como la desaparición de cuatro imperios tras la Primera Guerra Mundial o de la Sociedad de Naciones tras la Segunda Guerra Mundial.

China tiene sus fragilidades (de manera más destacada cuatro: la corrupción, las desigualdades, los atentados contra el medio ambiente, la falta de libertades), pero ha sabido bandearlas bien (ahí está el caso reciente del coronavirus). El período en el poder del presidente Xi se caracteriza por un Líder que parece vitalicio, mayor intervención del Estado y lucha contra la corrupción. Hasta el momento, China no ha empezado a ejercer sus responsabilidades internacionales, pero seguirá armándose y seguirá, cada vez más enérgicamente, rechazando un mundo dominado por los Estados Unidos. Con el orgullo de un sistema (socialismo con rasgos chinos) en el que se valora más el buen gobierno y el crecimiento que acudir a las urnas periódicamente.

  • Gonzalo Ortiz es embajador de España