Nuestra Europa y su futuro
Constitucionalizar abortos, catalizar eutanasias y otras fuentes de profunda división pertenecen a la Europa del pasado. El mundo se ha transformado mucho desde Veil en el lejano 1975
Futuro.
István vino al mundo en París, de padres economistas, húngaro y española, dos meses antes de lo previsto: los suyos, que temían por él, le bautizaron en el mismo hospital. Hoy, diez semanas después, se encuentra tan fuerte y sano como una manzana reineta, a juicio de su hermana mayor, Gavrila, quien, con su experiencia de un año y aunque no habla todavía, le mira desde la alta confianza de los brazos de su padre. Certera, España filosofa que cada hijo trae un pan debajo del brazo. Mis colegas subsaharianos añaden con razón que las familias grandes suponen la mejor seguridad para cada uno de sus miembros.
Pasado.
Nos hacen sonreír, en cambio, las vocaciones a la gerontocracia, irritadas ante la posibilidad de una numerosa generación joven –«¡van como locos…!»– mientras lanzan su eslogan prevalente: «¡En beneficio de todos, les rogamos que permanezcan asustados!».
Instalados en la negación de la evidencia que les interna en la corrección política, madre de la «cultura despertada», la incertidumbre acerca de su propia verdad y la aceptación sentimental de la mentira les generan tan permanentes sospechas, como miedos. Necesitarían silencio para recuperar los primeros fundamentos, las certezas simples, la solución pronta de la duda como estado imperfecto de la mente. Ítaca, en fin. Pero, les frena el ruido del pensamiento único acrítico, que se auto-juzga ilustrado y les integra en masas despersonalizadas.
Con empatía, sin embargo, alcemos el telón a tres ejemplos, entre muchos, de su acriticismo con vertientes político-exteriores.
Primero: ante la extensión de las teorías maltusianas y el creciente número de habitantes de la capital británica, «The Times» publicaba en 1894 que «dentro de cincuenta años cada calle de Londres quedará enterrada bajo nueve pies de estiércol», vistos los incontables caballos entonces necesarios. Una risa incontenible llega hasta hoy.
Segundo: el siglo XX vino marcado por la denominación soviética de su sistema como 'paraíso del proletariado', mientras, en cuanto podía, su población escapaba hacia las libertades de Occidente. El colapso técnico-económico con el desafecto popular lo desvanecieron, hasta el punto de que Alemania ha reconstruido el Palacio Real berlinés, hoy Foro Humboldt.
Tercero: al inicio de los 2000 todavía surtían efecto las advertencias del Club de Roma. Ahora, como el valentón del estrambote, 'fuese y no hubo nada': olvidado en todas las mentes, desaparece, con Marcuse y el agujero de ozono.
Presente.
Pedro Salinas descubrió en la realidad el ámbito primordial de la felicidad –«Para vivir no quiero islas, palacios, torres. ¡Qué alegría más alta: vivir en los pronombres!»–. Hoy se preguntaría si hay vida inteligente en las correcciones políticas, sus ideologías de género –de sexo–, sus censuras, sus pretensiones.
También desde la objetividad, los europeístas razonan que el futuro de la UE depende en buena parte de nuestra capacidad para revertir la actual crisis demográfica continental. Y la tasa de fecundidad sitúa a España en penúltimo lugar entre los estados miembros. Felizmente, la Comunidad de Madrid avanza hacia una política de subvenciones en favor de la natalidad, eficaces y progresivas según el tamaño de la familia, que quizá lleguen a ser independientes de los ingresos familiares, de la empresa o de la actividad laboral de uno de los cónyuges, hasta el fin de la educación universitaria.
Sin embargo, el pasado se resiste a morir y el Congreso de la querida Francia transformó el aborto en derecho constitucional el 4 de marzo de 2024, mientras el Parlamento Europeo pedía el 11 de abril –notable cercanía temporal– la inclusión de ese mismo atavismo en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión.
La sorprendente modernidad de la Escuela de Salamanca y su Derecho de Gentes con Francisco de Vitoria reclamó tres condiciones para la justicia de la norma: competencia potestativa del que la promulga –sin problema en nuestra Europa–; bien común como fin; y proporcionalidad para el ciudadano.
Pues bien, numerosos europeos desde todos los estados miembros rechazamos la constitucionalización de la destrucción voluntaria del concebido, por ajena al bien común y contraria a los intereses de la UE. Atendemos también al desamparo de la libertad de tantas madres, quienes, carentes a menudo de formación, rebeldía o medios, se verían irremisiblemente despojadas de otras opciones, existentes, mientras detrás de la mujer que aborta hay con frecuencia un hombre que le empuja a hacerlo. En paralelo, la eliminación voluntaria del feto, sin defensa, conformaría otra insufrible desproporción. Es más, esa constitucionalización pondría en cuestión el derecho humano a la objeción de conciencia, mientras vaciaría el concepto mismo de libertad en democracia, presuntamente alegable entonces para acreditar novedosos sometimientos, como la esclavitud, la poligamia, la poliandria o la prostitución.
El todo abriría una división intra-ciudadana, más honda que la suscitada por el Proyecto de Tratado que instituía una Constitución Europea: aprobado por el Consejo Europeo y el Parlamento, la población de dos estados miembros fundadores no quiso ratificarlo en 2005. En mi opinión, no cabe volver a poner en peligro el proyecto europeo mismo.
Constitucionalizar abortos, catalizar eutanasias y otras fuentes de profunda división pertenecen a la Europa del pasado. El mundo se ha transformado mucho desde Veil en el lejano 1975.
Hoy necesitamos cambios radicales eficientes, que permitan que la Unión joven de Itsván y Gavrila avance con todas sus capacidades hacia el futuro en el que ya nos encontramos.
José-Andrés Gallegos del Valle es embajador de España