Libros envueltos en periódicos
Suelo repetir que el secreto del escritor no está en la agudeza de sus ocurrencias, ni siquiera de su destreza en el uso del lenguaje, sino en su capacidad para observar
Qué divertido, durante la infancia, viajar en metro por las tripas de Madrid, de pie en mitad del vagón, haciendo lo imposible por mantener el equilibrio. Y aunque mi concentración iba cosida al bamboleo de las curvas que van de la glorieta de Bilbao a Ríos Rosas, no se me escapaba por el rabillo del ojo una circunstancia habitual del suburbano en aquellas calendas: una mujer viajaba embebida en una novela, un muchacho repasaba sus apuntes de la universidad, un hombre había doblado el periódico y movía los ojos al compás de las líneas de una columna de opinión y un joven leía con uno de sus brazos ensortijado en una barra de seguridad. Aunque yo continuaba con el juego de equilibrismo, me quemaba la curiosidad por conocer el título de la novela, la asignatura a la que pertenecían aquellos folios garrapateados, la firma del columnista y los colores de la cubierta del libro que devoraba el joven enganchado a la barra, pues lo llevaba protegido con una página de El País a modo de forro.
Suelo repetir que el secreto del escritor no está en la agudeza de sus ocurrencias, ni siquiera de su destreza en el uso del lenguaje, sino en su capacidad para observar. Sin observación (que siempre nace de los restos de aquella sana curiosidad que nos desbordaba de niños) no hay escritura creativa, no hay narrativa, no hay apenas nada que decir. Quizá por eso, el metro de aquel entonces me dio argumentos para aprovechar mis viajes con un libro en las manos, los viajes cortos, me refiero, la ruta que hacíamos en autocar de casa al colegio y del colegio a casa –teníamos la ventaja de que nos separaban diez o doce kilómetros, lo que me dio la oportunidad de leer muchos más títulos de los que por aquel entonces solían caer en las manos de un escolar de mi edad–, echando un pulso al mareo, incluso a las distracciones que me lanzaban Joaquín Luqui a través de la radio, voz de los 40 Principales, la Saga de los Porretas, los anuncios de compraventa de oro, joyas y relojes por parte de un tal Enrique Busián, calle Mayor 6, cuyo local no tenía puerta a la calle, y las promociones de Pryconsa en alguna de las ciudades dormitorio de la capital.
Vuelvo al metro de Madrid, que fue una biblioteca subterránea. No digo que todos los pasajeros leyeran entre estación y estación, ni mucho menos, pero aquellos que sí lo hacían no eran una rareza en los vasos capilares por los que iban y venían las vagonetas. Como tampoco sorprendía que su lectura continuara cuando entraban o salían del vagón, cuando avanzaban por las galerías de aquella inmensa topera por la que bulle una ciudad distinta a la que recibe la luz del sol y las caricias de la luna, donde nunca llueve y cuyas avenidas llevan un número vinculado a un color (la 1, que es la azul; la 2, que es la roja… la 8, que es la rosa…).
Mis ojos seguían a los lectores por aquella hura de paredes alicatadas, asombrado ante su capacidad para caminar sin perder el norte ni la continuidad de una trama o de un razonamiento, sin disminuir el paso ni equivocar el rumbo, tampoco en aquellos cruces de destinos que son las estaciones con trasbordo, maraña de líneas y colores, sin errar la dirección, pues no es lo mismo tomar el metro cuya locomotora apunta hacia Portazgo que aquel que mira hacia Tetuán. Absortos en la letra impresa, parecía no importarles pisar colillas, chicles fosilizados bajo mil suelas, esputos y otros restos abandonados en la red del hormiguero. Ceñidos a su interés, no admiraban aquellos cartelones combados: muebles Plim; Bankinter, tu banco de confianza; Pruebe yogures Danone –ahora con sabor a plátano–; Pantene, tintes con la fuerza del color; Pepe da Rosa y su nuevo espectáculo en la Sala Cleofás… Iban deliciosamente a lo suyo: a pasar una nueva página; a plegar la sábana del YA, del AS o del Marca; a volver atrás en los apuntes para memorizar una definición prendida con alfileres; a suspirar ante una escena romántica en aquella novela preservada con papel de periódico.
¿Qué fue de aquellos lectores? A veces los presiento en la mujer entrada en años que desliza el dedo sobre la pantalla de su teléfono móvil, en un señor provecto, vestido de joven, que escucha con cascos eso que llaman podcast; en un anciano que se reta con un juego digital, saciado de leer titulares en carril; en un tipo que sestea mientras en sus oídos retumban en bucle los boleros de todos los tiempos. Y yo, mientras tanto, abandonado al inmisericorde wasap.
- Miguel Aranguren es escritor