La vida en bronce
El de la estatua era un anciano vivido y con surcos en la cara; menos profundos que los cavados en los huertos cercanos a lo largo de una vida. Al lado una niña (su nieta, con seguridad) que intentaba, con sonrisa abierta e ingenuidad, insuflar vida al hombre
No era la estatua del Jardín Botánico (inolvidable Radio Futura) ya que la escena discurría en la plaza de un pueblo de serranía pero, como sugería la canción, se podía sentir una presencia más allá de lo metálico en aquel abuelo y nieta que compartían el momento y aguantaban la intemperie desde hacía décadas. Todo el mérito para el escultor.
El de la estatua era un anciano vivido y con surcos en la cara; menos profundos que los cavados en los huertos cercanos a lo largo de una vida. Al lado una niña (su nieta, con seguridad) que intentaba, con sonrisa abierta e ingenuidad, insuflar vida al hombre que con mirada cansada dejaba entender que tocaba ir cerrando su tiempo, para que la nieta y otros chiquillos se ocupen de esas cosas de la vida; esas tan complejas y que son tan sencillas.
Difícil de saber cuántos más inviernos duros aguantará el abuelo. Su espalda vencida, apoyado en la garrota escucha cuentos de la niña, sus juegos de patio de colegio. Vida y muerte. Y después la vida otra vez. Asumo que somos partes de una transición constante. La perfecta metáfora. No era «la vie en rose». Era la vida en bronce.
El conjunto sorprende al paseante que se acerca por allí. E infunde respeto. Tampoco estaba gastado por ningún sitio que diera la idea de que alguna/o pasara por allí con la idea de pasarles el billete de lotería por la frente o por donde sea. Esas absurdas formas de providencialismo que se le ocurren a esta sociedad que adora como nunca a ídolos de barro o de metal.
Saltaba a la vista que los munícipes de aquella villa tenían la idea de hacer el lugar lo más amable para vivir y que empezara a remontar en población. Más arte urbano diseminado por la calle, biblioteca, fiestas fuera de la estación cálida y una buena naturaleza circundante por la que apetecía caminar. No era solo el pueblo del chato de vino y tapa de pan con chorizo en el que durante unas horas el urbanita hace su jornada rural y luego se atreve a imaginar la «descansada vida que huye del mundanal ruido»; para finalmente volver a su vivienda de ciudad y acabar la jornada viendo la tercera temporada de cualquier cosa hasta quedar amodorrado en el sofá.
Tentado como me sentí a seguir descubriendo lo que hacían los locales para que uno se pudiera plantear instalarse allí, aunque fuera por temporadas, caminé un rato por una de aquellas veredas que con una mínima inclinación tenían como horizonte el sotobosque, un bosque maduro más adelante y los inevitables cuestarrones para subir a los picos cercanos; superados los cuales, y ya de vuelta, a uno se le genera el derecho y casi la obligación de no dejar ni un solo torrezno en el plato que acompaña a la segunda cerveza.
El camino mostraba cada pocos metros bancos de madera con armazón de hierro, esos que están en cualquier parque o paseo de España. Lo que me llamó la atención es que su capacidad era para dos personas, tres no cabrían. Acaso una sutil invitación del consistorio a que parejas (de cualquier orientación) tras pasear los caminos se sentaran e iniciaran conversación. Quién sabe si empezando de aquella manera un día se empadronarían en el lugar y hasta perpetuarían la especie.
Regresando por otro camino, casi entrando en la villa vi un banco más grande con chicos/as sentados y otros de pie alrededor. Lo menos había diez. El resto de los bancos cercanos (los biplaza) vacíos. Ironía de este tiempo y quizá de todos los tiempos y de todas las gentes: esa tendencia hacia lo gregario y el alboroto.
Al final fue un buen día de silencios. Dejó ganas de escribir.
- Tino de la Torre es gerente de Westfalia Gestión de Patrimonios y escritor