Papá, quiero ser ministro
Si algún hijo mío me dice: «Papá que quiero ser ministro», creo tomaría aire, me contendría y con la voz más queda posible le diría: «Hijo, dale otra vuelta a eso». Y a confiar que se le pase
Los que ya hemos dejado de ser, utilizando terminología de buen vino, un «crianza», incluso un «reserva» y hemos entrado con gran dignidad en la categoría de «gran reserva» recordamos aquellos reportajes del No-Do. Previos a cualquier película, con inauguraciones de obras públicas (algunos decían que no estaban acabadas y era todo un decorado) el Generalísimo iba acompañado de ministros y otras «altas personalidades del Estado».
De traje oscuro y sonrisa contenida aparecían en los reportajes. Y así nos iban contando como el país iba «tirando para arriba», cosa que se veía en los propios vecinos con los que convivíamos cuando en una familia aparecía un coche o en otras entraban televisores, ventiladores, neveras, etc. La disidencia política trabajaba por otros lados y esperaba su momento.
Por aquella época, en nuestro país, en todo Occidente así como muchos países al otro lado del «telón de acero», el servicio público al más alto nivel estaba muy valorado; los que lo ejercían eran conscientes de ello, eran buscados entre los mejores y los susodichos daban lo mejor de ellos. El éxito en su función, además, tenía un retorno posterior en diferentes formas y consejos de administración. Pero al menos había un previo que era el haber demostrado buenas competencias en un ejercicio profesional, después en esa función pública (con todas las críticas asociadas al cargo y algún escándalo que hubiera que tapar) para posteriormente hacer poltrona en buenas posiciones con remuneraciones respetuosas.
Se observa ahora el panorama y vemos que este país y tantos otros alrededor han cambiado mucho. A fecha de hoy, «Rebelión en la Granja» de George Orwell, con su mensaje sencillo (aparentemente) tiene plena vigencia. Todo recae en los animales trabajadores y el que puede se hace con un carguito para indicar a los otros qué es lo que tienen que hacer y, por supuesto, que esos otros «se esfuercen».
En un pasado no tan pretérito se sabía, más o menos, quienes eran las «altas personalidades.» Ahora son tantos y por todos los sitios e instituciones que te pierdes. Si me los cruzo por la calle ni me entero, salvo por alguna circunstancia externa: «por sus guardaespaldas los conoceréis», parafraseando el Evangelio de Mateo 7:15-20.
Otro dato es que sus áreas de poder están muy mermadas y repartidas entre tantos ministerios, consejerías, diputaciones… No se descubre nada: el trabajo de alto cargo (político) está muy devaluado, lo que no evita que se luche a cuchilladas dentro de los partidos para conseguir los buenos puestos.
Me temo que ya no estarán entre esos que aspiran a los «altos cargos» los mejores dentro de sus clases en la universidad, ni los ejecutivos más valorados y así lo mismo en ciencia o artes. Son los que quiere poner el primer ministro (con el apoyo de un círculo de confianza) y punto.
Las mejores cabezas, por tanto, ni están ni se le espera, para desesperación de todos los que pensamos que tenemos buen país para hacer buenas cosas. Esas personas encuentran su acomodo en otros lugares en donde desarrollan su valía y no se arriman a la política por lo que pueda salpicar.
Mis hijos siempre han disfrutado de libertad amplia durante su crecimiento (de culto, de estudios, tiempo libre, profesiones). Contando con mi cercanía para todo lo que les iba surgiendo. Y apoyando la mayoría de sus decisiones.
Ahora bien, como alguno me venga en comida de domingo, paella y porrón de por medio y me diga: «papá que quiero ser ministro», creo tomaría aire, me contendría y con la voz más queda posible le diría: «Hijo, dale otra vuelta a eso». Y a confiar que se le pase.
- Tino de la Torre es gerente de Westfalia Gestión de Patrimonios y escritor