¡Por favor, no se burlen de nosotros!
Desde un punto de vista moral, imposible de ser domesticado, el hombre encuentra la motivación a hacer determinadas cosas porque siente que es su obligación hacerlas. Si la idea de obligación desaparece, se llevaría con ella lo que consideramos el hacer propiamente humano
En 1864, Chernishevski, nihilista ruso por antonomasia en aquel momento, escribe en la cárcel una novela panfleto que había de conmocionar el universo político ruso, Una pregunta vital, o ¿Qué hacer? Uno de los aspectos de esta novela que más atractivo ejerció sobre el radicalismo ruso y más escandalizó a la intelectualidad conservadora y liberal fue el rechazo a la moral, hasta el punto de que éste se convirtió en el rasgo distintivo del nihilista.
El movimiento radical socialista ruso no era un todo coherente. Las diferencias entre unos y otros sectores podían ser sustanciales, pero a partir de la novela 'Padres e hijos' de Turguénev (1862), se acuña el término «nihilista» para atribuirles un rasgo común distintivo. Consistiría este en un cierto inmoralismo, es decir, la supeditación de la moral al pensamiento positivo o a la eficacia revolucionaria.
Este panorama no es ajeno a Occidente, donde la moral cristiana se pretende supeditar y sepultar, con hostigamiento público incluido, a un pensamiento ideológico de tibia y dolorosa resistencia, a una especie de movimiento radical deforme y odiador donde el materialismo ruso de Chernishevski se vea transformado por la irreverencia de una colonización ideológica auspiciada desde un poder que impone arbitrariamente sus vicios como el que tira una piedra y después nos dice que los daños son inevitables.
Además de poner la otra mejilla, los cristianos somos vapuleados con la ficticia absolución mediática. Los medios de comunicación continúan maltratando a los cristianos cuando afirman que la organizadora de los Juegos Olímpicos París 2024, Anne Descamps, se ha disculpado este domingo por cualquier ofensa causada por las representaciones religiosas durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos, negando cualquier intención de «faltar al respeto» a ninguna fe tras las quejas de los obispos franceses. «Está claro que nunca ha habido intención de faltar al respeto a ningún grupo religioso (...) Si alguien se ha sentido ofendido, por supuesto que lo sentimos muchísimo», ha declarado.
Nos toman el pelo, en la confianza de que ya cuida Dios de nosotros. En el 'Hombre del subsuelo', cuando el afán de humillar hace que el protagonista ponga en la mano de Liza un billete de cinco rublos después de violarla, su consciencia implacable nos informa de algo que, por otra parte, ya venía anunciado varias veces: «… no lo hice sintiéndolo con el corazón, sino por culpa de mi estúpida cabeza. Aquella crueldad resultaba tan fingida, tan cerebral, tan premeditada y elaborada…». Así es la perversidad que eclosiona en la parodia de la Última Cena ofrecida en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, cambiando el relato cristiano por un deforme relato ideologizado: después de pulverizar la verdad, deberemos aceptar que la ofensa continúe con la imposición de lo que el poder ideologizado determine para todos.
Desde un punto de vista moral, imposible de ser domesticado, el hombre encuentra la motivación a hacer determinadas cosas porque siente que es su obligación hacerlas. Si la idea de obligación desaparece, se llevaría con ella lo que consideramos el hacer propiamente humano. Un mundo sin obligaciones regresaría al mero animalismo en la conducta. No habría lugar para la civilización. Si esto es así, ¿quién asume ahora la responsabilidad?
El optimismo antropológico de pensar que cuando todo ser humano esté dominado, literalmente dominado, por el amor a toda la humanidad, seremos finalmente felices, nos hace olvidar que mientras exista la libertad el bien nunca estará garantizado. Empecemos, pues, por el respeto mutuo, sin presumir ignorancia en nuestros actos perfectamente orquestados y en nuestras acciones despiadadas; depongamos procurar transformar la sociedad con utopías materialistas visionarias y apóstoles de comportamientos patológicos que nos hacen perder cualquier sentido de la realidad; construyamos empatía no destruyendo a los que no comparten nuestra propia visión del mundo, sino escuchando y promocionando lo bueno que nos ofrecen ante la perversidad, degradación y crueldad cainita dominantes. Pero, ante todo, «aunque hemos venido como a ser la basura del mundo», ¡por favor, no se burlen de nosotros!
- Roberto Esteban Duque es sacerdote