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TribunaFeliciana Merino Escalera

Amor, gimnasio, piñas y arte culinario

Hemos transformado el ideal del sabio, del virtuoso o del santo, tan valorados en otras épocas, por el ideal del Narciso, que necesita ser adorado y admirado, empezando por sí mismo

¿En el futuro no se cocinará? Viendo la oferta de platos precocinados y para llevar, es la impresión que nos da. Como la presencia invasora de los alimentos proteicos, con más proteínas, sobre una gran cantidad de productos. Quizás acabemos tomando una pastilla con todos los nutrientes necesarios, como ya vaticinara uno de los capítulos de Black Mirror en lo que parecía una distopía. ¿Quién los consume? ¿Qué tipo de hombre o mujer genera esta demanda?

Considerando que los negocios más rentables hoy son los gimnasios, además de los centros de estética, quizás podamos hacernos una idea. Las proteínas añadidas son esenciales para mantener los cuerpos 10 que revientan las redes sociales, los vídeos en Instagram o en TikTok. La obsesión con nuestro cuerpo ha llegado a cotas alarmantes. Ya no tendremos gorditos —¡con lo que me gustan a mí las mollitas de un varón y sus michelines!–

Esta obsesión por el cuerpo —no hay más que ver la de cincuentones que en sus crisis hacen por parecerse a los veinteañeros, ¡los hay que hasta se tintan las canas, que antes teníamos por signo de sabiduría madura!—, parece ser la medida de nuestro tiempo. El ideal de juventud aparece casi como una especie de blasfemia contra el tiempo y la muerte. Queremos ser eternos, como Dios, eternamente jóvenes, además, y nuestros cuerpos son violentados desde ese capricho infantiloide de durar más cuidándonos hasta el extremo de la estupidez —con la excusa de la salud, que en realidad es solo belleza física: la de la tableta y los musculitos—. ¿Quién cultiva su entendimiento? ¿Quién cuida de su alma o de su espíritu?

Hemos transformado el ideal del sabio, del virtuoso o del santo, tan valorados en otras épocas, por el ideal del Narciso, que necesita ser adorado y admirado, empezando por sí mismo. No es baladí que hoy escuchemos hasta la saciedad expresiones como 'autocuidado', 'bienestar físico y mental', 'identifica tus propias necesidades', 'eres tu prioridad' y tantas otras. Asistimos a una especie de idolatría del ego.

Porque no nos engañemos, lo que más perjudicado sale en esta cantidad de estupideces es el matrimonio. Si no cocinamos y pasamos el día en el gimnasio, el amor se convierte en un mito, y hasta los matrimonios bien avenidos acaban rompiéndose por buscar el 'amor' en otra parte, ¡¡incluso en el Mercadona!!

Cocinar supone entrega y el amor verdadero tiene mucho de arte culinario. «A un hombre se le conquista por el estómago», decía mi madre. Pero hemos dejado de cocinar, hemos dejado de «cuidar» al otro para mirar nuestro ombligo —¡porque nos lo merecemos!— y así nos va.

Preferimos el juego de la conquista —en el fondo buscando el origen primero del amor, ¡qué bonito!— pero eliminando su profunda motivación: jugamos para ganar, y en esto lo que ganamos es la vida eterna. Para nosotros, jugar es lo que hacen los niños: inocencia y felicidad puras. La moda de las piñas muestra un deseo, efímero, pero unido al ritual de que el destino tiene que mostrar sus cartas, lo que en el fondo nos dice que todavía creemos que el amor es posible. Sin embargo, nos quedamos en la farándula huyendo del compromiso, del amor dádiva, del sufrimiento, del servicio, de la responsabilidad, de los sinsabores, de circunstancias adversas como el sufrimiento o la muerte… de todo lo que forjó el carácter noble de hombres y mujeres con sangre, sudor y lágrimas. En el fondo, hemos retrocedido, somos Peter Panes incapaces de crecer en un mundo hostil que parece robarnos la promesa de felicidad. Al mal tiempo, buena cara, ¿no? Y si es operada mejor.

Hay algo absurdo en esto de ligar a través de una piña, como lo hay en preferir pasar el día en el gimnasio, que estar con tu mujer o tus amigos, o simplemente leyendo, como lo hay en recurrir a tratamientos estéticos para gustarse y gustar, como en no cocinar y comer puro artificio. Todo ello es un paso más en un terreno abonado para el espectáculo y el sensacionalismo egocéntrico, que es lo que nos mola.

El arte culinario es una metáfora de la vida, crece cuanto más se cuida y se le pone atención, consiguiendo sabores más ricos si ponemos en ella los cinco sentidos. La vida, como la buena cocina, tiene que ver con la entrega, el cuidado y el amor, que casi son la misma cosa, y ese arte, como todo arte, nos da la medida del Cielo y del Amor infinito, pues es lo que en realidad buscamos en la Tierra, aunque seamos, como dice Aristóteles, como arqueros con el blanco y erremos tantas veces el tiro.

  • Feliciana Merino Escalera es profesora de Humanidades de la Universidad Cardenal Herrera-CEU (Elche)