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TribunaAlfredo Liñán

La ruana andaluza

Y el caso es que cuando oigo hablar a nuestra temperamental verdulera, digo ministra, de la cosa, tengo la impresión de que habla como imitadora, como intentando interpretar una pieza de los hermanos Álvarez Quintero sin haber pisado Andalucía

Si hay algo difícil de soportar es cuando alguien, salvo Carlos Latre o aproximados, se empeña en imitar la manera de hablar de una región distinta a la suya. Habitualmente dan ganas de matar al tonto del haba de turno que se cree muy gracioso y no da una. Como aquellos soplagaitas que abundaron un tiempo que, a la primera de cambio, daban en imitar a Chiquito de la Calzada y te machacaban la merienda. Algo de eso sabe Esperanza Aguirre a quien se le ocurrió la gracieta de imitar a la vicepresidenta Montero –olé mi Marisú– y casi se la comen a dentelladas. «Aristonecia» le llamó Maruja Torres en un alarde absurdo de vieja odiadora que, probablemente, tenía más que ver con el resentimiento ideológico que con la tontada de doña Espe. «Una falta de respeto a todos los andaluces» clamó el portavoz de Vox Manuel Gavira, saltando impúdicamente de lo particular a lo general.

Tuve la casual fortuna de nacer en Andalucía, y actualmente soy extremeño libre adoptado y a mucha honra, pues aún castellano aragonés de origen, inevitablemente en mi forma de hablar se mezclan expresiones y dejes distintos que, como cristiano viejo, no tengo que disimular y, quizá por eso me molestan los imita monos de la lengua, también del deje extremeño. Y el caso es que cuando oigo hablar a nuestra temperamental verdulera, digo ministra, de la cosa, tengo la impresión de que habla como imitadora, como intentando interpretar una pieza de los hermanos Álvarez Quintero sin haber pisado Andalucía. Porque no es que la emprenda a patadas, habitualmente, con el diccionario de la lengua castellana –que andan los académicos con el culo en carne viva– sino que apalea el modo de hablar andaluz con tan ejemplar fruición que uno se plantea si de verdad nació en Triana o está intentando reírse de los andaluces. Le preguntaré a Maruja Torres que como buena catalana entiende mucho de estas cosas.

Y el caso es que ella, la Marisú, no lo sabe. O sí. O vaya usted a saber. Pero el «aprovechategui» de su jefe –¡ay estos machitos!– la caló en el acto y decidió aprovechar la ocasión utilizándola sin pudor alguno de telonera.

La cosa funciona así: se levanta el telón y aparece ella, cuidadosamente desgreñada, gesticulando como una posesa y con las venas del cuello a punto de reventar. Retadora, impertinente, alocada, faltona, agresiva… Se encara con el público, mueve las manos como si estuviera a punto de arrancarse por bulerías y suelta una parrafada que ya quisieran los hermanos Marx, tipo: «Aquí hay lo que hay y lo que no hay pues no lo hay. ¡Ay!» para, acto seguido mentarle la madre a cada uno de los estupefactos oyentes y anunciarles que está a punto de meterles la mano en la buchaca y sacarles hasta la última perra, que –dice ella– alguien tendrá que pagar la fiesta del Puigdemont, por mucho que los peperos –ustedes, vosotros– se vayan a silbar a la vía, 'jodíos' hipócritas que cuando Montoro os sacaban hasta la cera de las orejas no piabais. Y así, sin parar hasta que, al fin, se baja el telón.

El segundo acto comienza con una suave música de fondo y una luz tenue que va aumentando mientras se alza lentamente el telón. Y ahí está él. Serenamente hortera, sonriendo a la cámara para, utilizando su mejor registro, comenzar la plática hablando de concordia, de convivencia, de pastelillos de toronja, de castañas pilongas, de dulces de leche y de nada con sifón. Estudiadamente cercano, convincente, casi rogando comprensión y anunciando un tiempo nuevo y una tierra nueva, el espejismo de promisión en donde todos serán felices, aunque no posean nada. Verdes prados y puras aguas para todos. Aunque eso sí, si acaso por mano del diablo Feijóo, viniera la derecha, la ultraderecha, la recoñoderecha, todo se iría al traste y el mundo se hundiría en las tinieblas heladas de la más negra noche.

La luz se va apagando, la música suave envuelve todo. El telón cae lenta, majestuosamente… Y cuando al fin está echada la barrera y el público se marcha, suena una carcajada estruendosa y entra en escena nuevamente la Marisú aplaudiendo a cuatro o seis manos. Taca, taca, taca, taca «Se lo han vuelto a creer, se lo han vuelto a creer…eres el “mejón», Pero Sánchez, «el mejón».

Y amaneció, y luego anocheció.

  • Alfredo Liñán Corrochano es licenciado en Derecho