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TribunaJosep Maria Aguiló

Mi amor por François Truffaut

«Truffaut era en el trabajo el hombre más amable y equilibrado que se pueda concebir. El humanismo implícito en toda su obra guardaba un perfecto paralelismo con su vida», recordaría afectuosamente Almendros en su precioso libro 'Días de una cámara'

Este mes de octubre se cumplen cuarenta años de la desaparición del gran director francés François Truffaut, uno de mis cineastas más queridos y admirados. Solo tenía 52 años cuando falleció, pero aun así pudo llegar a rodar una veintena de películas a lo largo de su vida, algunas tan fascinantes y valiosas como Jules y Jim, La piel suave, Besos robados, El pequeño salvaje, La habitación verde o La mujer de al lado.

A lo largo de este 2024 se ha conmemorado, además, el sesenta y cinco aniversario de la llegada a las pantallas de las primeras películas de la 'Nouvelle Vague', un movimiento cinematográfico del que Truffaut formó parte de manera destacada. Su primera película, Los cuatrocientos golpes, se estrenó precisamente en 1959. En ese mismo año verían también la luz otros dos filmes igualmente legendarios de ese movimiento, Hiroshima mon amour, de Alain Resnais, y Al final de la escapada, de Jean-Luc Godard.

Como es bien sabido, algunos de los miembros más relevantes de la 'Nouvelle Vague' habían trabajado previamente como críticos en la mítica revista Cahiers du Cinéma, creada en 1951 e impulsada sobre todo por el estudioso del séptimo arte André Bazin. En dicha publicación escribirían no solo Truffaut o Godard, sino también Éric Rohmer, Claude Chabrol o Jacques Rivette, que posteriormente serían también grandes cineastas.

Todos ellos defendían la idea de que un director es tan responsable del resultado final de una película como un novelista o un poeta lo puedan ser de sus respectivas obras. Esa idea, conocida como la 'teoría del autor', hizo fortuna entonces y sigue siendo defendida todavía hoy por muchos críticos, estudiosos y aficionados al cine en general. Dicha teoría contribuyó, además, a que en los años cincuenta se empezase a valorar debidamente a cineastas hoy indiscutibles, pero que entonces aún no lo eran, como Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Fritz Lang, Luis Buñuel, Jean Renoir, Max Ophüls, Roberto Rossellini, Kenji Mizoguchi o Nicholas Ray. Los críticos de Cahiers du Cinéma fueron los primeros en saber ver la excelencia de estos realizadores y en considerarlos los responsables casi únicos de las películas que dirigían.

Creo que la 'teoría del autor' la podríamos aplicar también, a su vez, a los distintos componentes de la 'Nouvelle Vague', incluidos Jacques Demy y Agnès Varda, pues todos ellos imprimían su propio sello personal a las historias que contaban, incluso en los casos en que partían de un guion ajeno. De esa pléyade de directores, Truffaut era el que más me gustaba y el que sentía más próximo a mí, en buena medida por su personalidad melancólica y romántica, que tenía un fiel reflejo en sus películas. Casi todas ellas eran esencialmente historias de amor, acompañadas de un insoslayable halo trágico o fatal en la mayoría de ocasiones.

Aun así, curiosamente, fue sobre todo gracias a una comedia suya, La noche americana, cuando decidí, recién iniciada mi adolescencia, que de mayor intentaría ser director de cine, un propósito que, no haría falta decirlo, no llegó a hacerse nunca realidad.

Yo había nacido en 1963, así que aún tuve la suerte de poder ver en los cines los estrenos de las tres últimas películas que rodó, El último metro, La mujer de al lado y Vivamente el domingo. Mi amor por Truffaut era tal, que la única vez que compré la revista El Socialista –Dios me perdone– fue porque él salía en la portada, con una larga entrevista luego en su interior.

Truffaut me fascinaba no solo como cineasta, sino porque era, además, un ejemplo de alguien que había conseguido hacer realidad su sueño de ser director a pesar de los duros avatares personales que había sufrido en su infancia, su adolescencia y su primera juventud. Otro hecho que me atraía de Truffaut era que quienes le llegaron a conocer personalmente solían elogiar de él no solo su gran valía, sino también algunos rasgos emblemáticos de su carácter, como su timidez, su sensibilidad, su ternura o su bondad.

Desde hace varios años, dispongo ya por fin de todas sus películas en DVD, que suelo volver a ver con bastante frecuencia. En mi biblioteca, tengo además varios libros suyos, como Las películas de mi vida o El cine según Hitchcock, así como también su correspondencia completa –en francés– o excelentes estudios sobre su vida y su obra, como François Truffaut, escrito por Antoine de Baecque y Serge Toubiana.

Ese volumen y otros que guardo celosamente en casa contienen hermosas y evocadoras fotografías suyas en blanco y negro. De ese nostálgico conjunto de imágenes, las que más me gusta contemplar son aquellas en que Truffaut aparece junto a algunos de sus colaboradores más habituales, entre ellos el músico francés Georges Delerue o el director de fotografía español Néstor Almendros, también ya desaparecidos e igualmente muy queridos y admirados por mí. «Truffaut era en el trabajo el hombre más amable y equilibrado que se pueda concebir. El humanismo implícito en toda su obra guardaba un perfecto paralelismo con su vida», recordaría afectuosamente Almendros en su precioso libro Días de una cámara.

En realidad, me pasaría horas –párrafos en este caso– hablando de Truffaut, de su vida, de sus obras maestras y de por qué sigue teniendo todavía hoy tantos seguidores, aun a pesar de que en la mayor parte de sus filmes subyace una contenida desesperación y una cierta tristeza. La vigencia actual de Truffaut tal vez se deba, entre otras razones, a que las personas que más nos hacen amar la vida no son necesariamente las que personifican el optimismo, la certidumbre o la seguridad, sino aquellas otras que, a menudo con una mano en la mejilla o con una sonrisa melancólica, nos dicen con la mirada: «A pesar de todo, la vida siempre vale la pena».

Esa mirada era la que François Truffaut siempre tenía. Y la que nos regalaba convertida ya en arte y en pasión en cada una de sus películas.

  • Josep María Aguiló es periodista