Pintamos sobre los muros
Veinte siglos después seguimos pintando sobre los muros. Los aplomamos con el nombre de aquellas a quienes amamos, aunque no seamos conscientes de esta literatura que quizá no valorará nadie
Pintamos sobre los muros los nombres de aquellas a quienes amamos. Y los dejamos al raso con la esperanza de que no los borre la noche. Algunas veces permanecen, como apremiante caligrafía que leerán otros.
Hace poco recordé la letra de una bonita canción francesa. Me vino a la mente en Civitavecchia, desde donde los cruceristas desembarcan jadeantes camino de Roma. Cuenta la ciudad portuaria con una correcta catedral y una bella fortaleza proyectada por Bramante en cuya torre octogonal Miguel Ángel derramó –¿y dónde no?– una pizca de su genio. También tiene un puerto cuyo origen romano hoy pasa inadvertido... como si nos hubieran birlado las formas de Mónica Bellucci bajo la armadura de Darth Vader.
Son curiosos los ecos del pasado. Lo que allí más me sorprendió fue una pintada reciente, ejecutada sobre una pared desconchada: «Ti amo;». Un escueto y premioso mensaje dejado a medias. Lo delataba el punto y coma. Como promesa para los días que han de venir, interrumpida por una presencia torpe e inesperada a la hora improbable del conticinio.
A dos o tres jornadas de cabotaje en naves onerariae, y a veinte siglos de trecho, Pompeya conserva parecidos grafitos. En la ciudad también portuaria que el Vesubio nos empaquetó en celofán piroclástico hay incontables. Muchos no se pueden contar, el pudor lo impide. Las tapias descascarilladas de las casas de mala muerte –y peor vida– conservan memoria de desahogos sexuales, tasados a tantos ases la proeza; de bilis cuatreras («Timele es una culona», sería lo más suave); o cursos acelerados de derecho concursal («Vete detrás del muro a hacer tus necesidades. Si fueras sorprendido, sufrirás un castigo»). A veces alguna orquídea silvestre se despereza en el barro para adamar a la esposa de Nerón, oriunda del lugar: «Ojalá que siempre te conserves tan florida, Sabina, y que seas largo tiempo joven y hermosa». Como se ve, no le hizo falta al redactor anónimo el punto y coma.
Apuntó Manuel Alcántara que «las cosas cortas se leen siempre, El Quijote lo ha leído poca gente, pero todo el mundo lee esos letreros que dicen: 'Prohibido fumar', 'No fijar carteles', 'Prohibido hablar con el conductor', 'Salida de emergencia'...” (también el «Cave canem» –cuidado con el perro– tan habitual en Pompeya). No lo añadió el maestro: en ocasiones rebosan de una literatura que no siempre es la mayor enemiga de la prisa. Porque a veces la belleza se presenta lacónicamente escueta. Lo demostró Céline con la lucidez descarnada que sólo puede exhibir un canalla. En el viaje al final de la noche caben las palabras justas. No hay tiempo para ponerse campanudo, pues quien invoca a la posteridad hace, en realidad, «un discurso a los gusanos». Supo verlo un rufián, mezcla de pupila patibularia y turbia con muñeca mecida por un ángel.
Veinte siglos después seguimos pintando sobre los muros. Los aplomamos con el nombre de aquellas a quienes amamos, aunque no seamos conscientes de esta literatura que quizá no valorará nadie. Al recalar en cada pantalán discreto de nuestras vidas, firmamos madrigales presurosos. Y son literatura, insisto. Porque no los borra la noche. Porque no nos permiten amanecer indemnes.
- Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo