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Editorial

Un calvario judicial que exige ya responsabilidades

Sánchez no puede seguir huyendo y cargando contra la Justicia mientras se le amontonan los escándalos

El espectáculo judicial en que ha convertido el Gobierno la vida política española no obedece, como sostienen Pedro Sánchez y sus corifeos, a una espuria judicialización de la política; sino a la inevitable consecuencia de la cadena de escándalos, abusos e irregularidades que le acorralan.

Lejos de intentar dar explicaciones sobre todo ello, respetuosas con la ciudadanía y con la obligatoria rendición de cuentas exigible en una democracia, el PSOE ha decidido desatar una insólita campaña de desprecio a los juzgados y de transformación de todas las causas en una especie de conspiración malvada, en la que se conciertan jueces, políticos, empresarios y periodistas para derribar, con malas artes, a un Gobierno impecable.

La burda manipulación de los hechos es impropia de una democracia occidental y remite más a latitudes remotas cuyos regímenes se caracterizan por el desprecio a la separación de poderes, la ocupación del Estado y la persecución de todo aquello tildado de disidencia.

Pero, con todo, la realidad no cambia. El presidente Sánchez tiene en los juzgados a su mano derecha histórica, José Luis Ábalos; a su esposa y su hermano; a algunos de sus principales colaboradores en el partido y a su fiscal general del Estado.

Todo ello configura un paisaje desolador y ya sistémico en el que se mezclan las cacicadas políticas, destinadas a deformar las reglas del juego para adaptarlas a las necesidades de Sánchez; con los episodios de corrupción más hirientes, resumidos en la creación de una trama de venta de mascarillas a administraciones socialistas mientras miles de personas morían y todo el país se confinaba en casa.

No se puede convertir algo tan excepcional como la alteración democrática en una costumbre, ni normalizar tampoco la insoportable respuesta del Gobierno: lejos de intentar justificar cada uno de esos bochornos y asumir las responsabilidades oportunas; los utiliza para tejer un relato infame de victimización propia y culpabilización ajena, como si todo fuera un perverso invento frente al cual está justificada toda réplica agresiva.

El desprecio a las instituciones del que hace gala Sánchez, unido al manejo del Estado para ajustes de cuentas tan burdos como el perpetrado contra Isabel Díaz Ayuso, coloca a la democracia en una situación de excepcionalidad que no debe seguir asumiéndose como una mera derivada más de la crispación política.

El líder socialista tiene a su esposa imputada por cuatro delitos, a su hermano también, a su máximo colaborador y al responsable de la acusación popular; todo ello en un contexto de subordinación constante de las instituciones a su partido y de este a él mismo, en un caso de cesarismo moderno sin parangón en Europa con el que pretende, nada menos, dotarse de impunidad.

Aunque cada exceso de Sánchez queda siempre atenuado por otro mayor, todo forma parte de un mismo universo político, mediático y social marcado por la mentira, el exceso, la manipulación y el enfrentamiento que colocan a España ante un enorme desafío: entender el peligroso juego de un presidente atemorizado y embravecido a partes iguales, y reaccionar con la contundencia democrática debida, o someterse a esa asfixia paulatina que imprime un autócrata sin límites conocidos.

Es Sánchez quien debe asumir ya responsabilidades y explicaciones, y no exigírselas a todo el mundo con una falta de pudor, de respeto y de ética simplemente intolerable.