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Miguel Aranguren

Multa que te crio

Nos obligan a alimentar la voracidad insaciable del Estado del bienestar, al que nuestros administradores van añadiendo nuevas ocurrencias necesitadas de financiación, desde decorar las rotondas con calabazas durante la semana de Halloween a lanzar campañas publicitarias sobre los más rocambolescos motivos

El Debate tiene la curiosa habilidad de dedicar un espacio diario en su portada a los trincones de las carreteras y las vías urbanas, es decir, a los administradores del Estado dedicados a diseñar nuevas maneras de echarnos en lazo a quienes salimos de casa dispuestos a cumplir aquello que se espera del buen ciudadano: producción, impuestos, obediencia y silencio. Evocan al espantoso cazador de niños de la película infantil, «Chitty Chitty Bang Bang», que amargó las noches de los infantes de medio mundo con su aterrador: «¡Aquí huele a ñiño!...», que pronunciaba al tiempo que blandía un inmenso cazamariposas con el que capturaba a los pequeños que se dejaban engatusar por la tentación de su carro rebosante de dulces.

Aquel voraz chupador de sangre inocente no atendía las ideologías: lo mismo le valían para sus inconfesables crímenes los hijos de los votantes laboristas que de los conservadores, pues solo le importaba disfrutar de una despensa abarrotada de gritos y llantos. No era muy distinto a cómo funciona el Estado, que a la hora del atraco tampoco le importa la afinidad política de los ciudadanos. Para la caja común vale lo mismo la cartera de un fiador de Podemos que de Vox, de una persona incondicional de la gaviota del PP que de la rosa del PSOE. Tampoco le pone pegas a los indecisos, ni a aquellos que no votan ni a los que lo hacen con papeletas inválidas o mediante el castigo del sobre vacío. Todos y cada uno somos pieza a abatir a golpe de radar, de cámara vigilante, de novedosa ordenanza redactada desde el capricho recaudatorio. Por eso, el único responsable no es el ministro de Transporte, pues en esto de la multa arbitraria también hay que contar con las espaldas de las Ayusos de todo el país, de los Almeidas de todas las corporaciones, vengan de donde vengan, pues su oficio comprende la práctica de las más rocambolescas habilidades confiscatorias.

Años ha, cuando yo era un estudiante que iba y volvía por las calles de Madrid en una motocicleta de tres al cuarto, y me veía obligado a racionar hasta la gasolina a causa de mis limitadísimos ahorros, recibí la infausta visita domiciliaria de un empleado de Correos con una carta oficial del Ayuntamiento. Se trataba (no podría ser de otra forma) de una multa de tráfico, no recuerdo ahora por qué motivo. El castigo era una cantidad irrisoria a día de hoy, pero suficiente para poner en apuros mis necesidades básicas. Ni corto ni perezoso, tomé papel y bolígrafo para escribirle una larga misiva al alcalde de la Villa y Corte, José María Álvarez del Manzano, en la que le describí el día a día de un joven universitario cuyo capricho no iba más allá del pincho de tortilla en la cafetería de la facultad. Aunque nunca recibí respuesta –supongo que el regidor no quería comprometerse–, me aventuré a no pagar el correctivo sin que me llegara nuevo aviso, carta de pago ni embargo.

Ahora es distinto porque todo, absolutamente todo está informatizado. La autoridad sanciona y el ciudadano se apresura a pasar por el aro, no le vayan a meter la garra en la cuenta corriente. Lo de menos es la causa de la multa, tantas veces inverosímil. Por eso soy malicioso ante las normativas que nos esperan: un día no muy lejano nos castigarán por caminar por la derecha o por la izquierda de la acera, por detenernos en vía pública para tomar resuello, por meternos el dedo en la nariz durante la espera de un semáforo en rojo, por reírnos al volante, por llevar unos dados de la suerte colgados del retrovisor, por cerrar demasiado fuerte el portón del maletero... Nos obligan a alimentar la voracidad insaciable del Estado del bienestar, al que nuestros administradores van añadiendo nuevas ocurrencias necesitadas de financiación, desde decorar las rotondas con calabazas durante la semana de Halloween a lanzar campañas publicitarias sobre los más rocambolescos motivos; desde abrir una vez tras otra los viales públicos para enterrar más y más kilómetros de cable, a competir por llevarse el premio a la urbe con más luces de Navidad, a la vez que empapelan la ciudad con advertencias acerca de nuestro deber de usar energías alternativas que, por supuesto, vendrán acompañadas por nuevos gravámenes. Es el sino del ciudadano, que produce, paga, obedece y guarda silencio, y El Debate sabe contárnoslo a diario.