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TribunaJosep Maria Aguiló

El Ángel Caído

Empezó a ser conocido como Diablo, Satanás, Maligno, Demonio, Bestia o Belcebú, que, reconozcámoslo, no son nombres especialmente bonitos ni cariñosos. Por no hablar del color rojizo, del rabo y de los cuernos que le acompañan desde el Antiguo Testamento de manera constante

Para intentar evitar posibles malentendidos o hipotéticas censuras gubernamentales desde el inicio de esta columna, quisiera clarificar que el «Ángel Caído» al que hago referencia en el título no tiene nada que ver con ninguna relevante figura de la política española actual, sino, esencialmente, con algunos recuerdos de mi lejana infancia.

Tendría yo nueve o diez años cuando pregunté por vez primera en clase de Religión por qué el ángel Lucifer se había rebelado en su momento contra Dios, siendo como era en sus orígenes un ser hermoso, portador de luz e incluso líder de los coros celestiales. La respuesta que recibí entonces, y que seguramente recibiría también ahora, fue que Lucifer había querido ser como el Creador y que por ese pecado de soberbia había sido expulsado del Cielo de manera fulminante.

Hoy diríamos, en un tono algo más coloquial, que tal vez Lucifer tuvo un mal día en su lugar de trabajo o que quizás se vino arriba sin motivo y de forma inesperada, lo que en cualquier caso provocó que fuera castigado de forma inmediata y sin apelación posible, con su rápido descenso a los infiernos. Ese castigo vendría a ser, en el lenguaje jurídico actual, una especie de prisión permanente revisable, aunque por ahora no parece que vaya a ser revisada, por lo que quizás Lucifer tendrá que esperar, como mínimo, hasta la llegada del Apocalipsis para ver si finalmente se vuelve a valorar o no la continuidad de su condena.

Mi buen profesor de Religión también me dijo entonces que además de Lucifer se rebelaron asimismo otros ángeles, pero sin duda fue él el que salió peor parado de aquella conspiración. Piensen que no sólo fue desterrado del Paraíso, sino que a partir de entonces le empezaron a llamar de todo menos guapo. Así, empezó a ser conocido como Diablo, Satanás, Maligno, Demonio, Bestia o Belcebú, que, reconozcámoslo, no son nombres especialmente bonitos ni cariñosos. Por no hablar del color rojizo, del rabo y de los cuernos que le acompañan desde el Antiguo Testamento de manera constante, unos elementos que, sin duda, le restan bastante atractivo y sex-appeal.

No es que quiera defenderle, entiéndanme bien por favor, pues el comportamiento de Lucifer no fue especialmente ejemplar en aquel momento ni tampoco lo ha sido después a lo largo de la historia. Y lo mismo podríamos decir también de la conducta de sus seguidores, adoradores o discípulos. Pero también es verdad que Satanás es un ser que desde hace varios millones de años —año más, año menos— está algo falto de afecto y de amor verdadero, que es algo que, quieras o no, siempre te desgasta un poco y te acaba afectando a nivel físico, anímico y psicológico.

Personalmente, creo que incluso es posible que Lucifer esté hoy ya bastante cansado de haber llevado durante tanto tiempo tan mala vida, una tesis que también compartía el maravilloso dúo Vainica Doble en su genial canción Pobrecito Satanás, llena de sutil ironía desde el principio: «Pobrecito Satanás,/ practicando el mal a todo gas./ Has perdido ya tu juventud/ y las fuerzas no te rinden más».

El análisis biográfico e histórico que hacían Gloria van Aerssen y Carmen Santonja era perfecto no sólo sobre la probable evolución profesional y personal del Diablo, sino también sobre el mundo en el que nos ha tocado vivir en estas últimas décadas: «Pobrecito Satanás,/ ya no sabes en qué lado estás./ Vas rozando casi la virtud/ ante un mundo que te deja atrás./ Pobrecito Belcebú,/ eres cándido como una flor./ Piensas que no hay nadie como tú/ y hay muchísimos que son peor,/ pues la gente te ha robado el tenedor/ y se pinchan unos a otros con furor», decían las dos siguientes estrofas de este memorable tema.

En otras palabras, que Gloria y Carmen tenían más razón que un santo, o que dos santas, que en este caso serían, además, dos santas de mi completa devoción.

«Pobrecito Satanás,/ tú descuídate que ya verás/ como acabas en la beatitud/ y al final el arpa tocarás./ Pobrecito Belcebú,/ ultrajado en tu pundonor./ Sabes ya que hay muchos como tú/ y muchísimos que son peor,/ pues la gente menosprecia tu candor./ Te superan en la siembra del terror», concluía Vainica Doble, en un epílogo que es difícil no compartir plenamente.

Dicho esto, reconozco igualmente que es posible que algunas de mis filias personales más conocidas hayan influido de algún modo en mi benevolente y empática opinión actual sobre la figura de Lucifer. No lo niego. Estoy pensando ahora mismo en el hecho de que la mascota del equipo de mi vida, el Real Mallorca, se llama 'Dimonió' —'Pequeño Demonio', en castellano—, en que se mantiene inalterable mi fascinación absoluta por las diablesas —léase mujeres fatales— o en que la escultura 'El Ángel Caído' está ubicada en el bellísimo Parque del Retiro de Madrid.

Aun así, creo asimismo que si Lucifer pudiera, intentaría rehacer su vida de arriba abajo, o, mejor dicho, de abajo arriba, dejando atrás para siempre sus malas compañías pasadas y presentes, con la esperanza de poder volver algún día al Paraíso y reunirse con sus antiguos compañeros. Mientras tanto, me lo imagino ahora solo en su cubil, lleno de nostalgia y de melancolía, viendo en estas fiestas de Navidad alguna gran película clásica o destacable, pero no El exorcista o La profecía, sino muy posiblemente ¡Qué bello es vivir! o Sólo el cielo lo sabe.

  • Josep María Aguiló es periodista