Odioso
Especial atención merece el hecho de que cuando se pretende castigar una idea o una opinión, ya es posible hacerlo si se concluye que esa idea u opinión incorpora una provocación al odio, a la discriminación, o a la violencia, infringiendo los valores constitucionales
Dice la Real Academia Española de la Lengua que odioso significa digno de odio. Como sinónimos señala aborrecible, detestable, despreciable, abominable, repelente y antipático. Son términos incorporados al lenguaje desde siempre, comunes en nuestra literatura y también de uso frecuente entre la población. Existen seres odiosos, están entre nosotros y provocan reacciones de odio porque son dignos de odio.
Expresiones como «las comparaciones son odiosas» o «qué persona más odiosa», las hemos escuchado mil veces y nunca han supuesto ningún trauma. Hasta al más santo le hemos oído detestar algo o a alguien, tal vez momentánea reacción o puede que pensamiento más profundo. Siempre hemos convivido con el odio o comportamientos que generan desprecio.
Ahora bien, ignoro si odiar está de moda o se trata de un aumento desmesurado de malestar como consecuencia de algunas novedades en nuestra vida, por lo que el análisis se limitaría a una relación causa-efecto. Odiar, en cualquier caso, tiene escalas, puede oscilar entre reacción a una broma inocente, a una actitud repelente o antipática hacia algo o alguien, y hasta el deseo más negativo e incluso trágico por razones más o menos fundadas o inaceptables, algo que muchas veces va acompañado de una sensación de satisfacción si se concreta. Por eso en alemán existe la palabra schadenfreude, que no tiene fácil traducción al español, pero que refiere esa alegría ante la desdicha e incluso la humillación de otro. Una especie de regocijo o satisfacción que experimentan determinado tipo de personas ante la desgracia ajena.
El odio supone, por tanto, un sentimiento puntual o continuo de aversión ante algo o alguien. Conlleva en ocasiones un deseo de maldad a otra persona o grupo de personas, supone una profunda hostilidad que puede surgir entre nosotros como consecuencia de nuestros quehaceres, interacciones o simple cotidianidad. En la familia puede aparecer el odio, en el ámbito laboral también, y por supuesto en la vida en sociedad. Del amor al odio hemos escuchado siempre que hay un solo paso, como a diario vemos que algo muy parecido al odio hay en el deseo de destrucción del adversario político o ideológico.
No olvidemos que existe el odio a la verdad, que profesan curiosamente muchos periodistas; el odio a la Ley, que ejercen terroristas, antisociales e incluso legisladores, el odio a uno mismo, que practica normalmente quien tiene problemas mentales, sin olvidar el odio de clase, ese que tanto sufrimiento y tanto mal ha causado en el mundo y que, sin embargo, tanto se alimenta por nuestros gobernantes sin pena ni sanción. Además del odio al autor, ese que sufren por ejemplo Salman Rushdie, Michel Houellebecq y cada vez más personas en este mundo y, curiosamente, en nuestras sociedades libres.
Nos recuerda Dante la selva de los suicidas, donde las bestias odian los terrenos cultivados, algo que podría predicarse por ejemplo, del actual Occidente en deconstrucción, y también señala la justa animadversión, y, por tanto, la condena moral, del mal. Por su parte, el antimoderno y temible Charles Baudelaire llegó a decir que el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, fabricado con nuestra sangre. Concepciones y enfoques sobre el odio tenemos como colores.
Cualquiera puede recordar o identificar a una persona o un comportamiento odioso, es decir, que nos indispone y despierta en nosotros rechazo y conlleva incluso reacciones desconocidas para uno mismo. Cuando los comportamientos odiosos los protagonizan reiteradamente un determinado tipo de personas, podemos entonces decir que esa gente es odiosa, es decir, que son dignos de odio. Y cuando los gobernantes entran en este terreno el conflicto está servido.
A nuestro legislador se le ocurrió regular los denominados delitos de odio y los delitos con odio, y relacionarlo con los derechos fundamentales, la igualdad y dignidad de las personas. No hay que ser Demóstenes para entender que esto no solamente se presta a la zarza política, sino que tensiona aquello que dice proteger, es decir, la igualdad y dignidad. Y aunque los tribunales se han esforzado en depurar eso que llamamos elementos del delito (ánimo subjetivo que conduce al autor a la comisión del hecho agresivo) el planteamiento no convence porque en situaciones como la actual, donde las autoridades en muchos casos parecen también odiar a su propia población, no habrá fiscales suficientes para perseguir delitos y acabaremos como ya están en Gran Bretaña, procesando ancianos por denunciar el mal, conductas o grupos que realizan el mal.
En efecto, especial atención merece el hecho de que cuando se pretende castigar una idea o una opinión, ya es posible hacerlo si se concluye que esa idea u opinión incorpora una provocación al odio, a la discriminación, o a la violencia, infringiendo los valores constitucionales. El invento del delito de odio conlleva también, ojo, un riesgo que para la colectividad social porque pueden originar actos que pongan en peligro valores esenciales del ser humano, como su vida, integridad física o su libertad. Esto es una gran munición para quien quiera hacer mal uso de ella.
Dicen los expertos y defensores de la cosa, que no se trata de crear un sistema de justicia penal especial para ciertos grupos, aunque de facto sea así. El resultado es que ya no se puede hablar con plena libertad ni se puede acoger uno al lenguaje de la calle sino al prestablecido. No se puede tampoco señalar al mal, a quienes causan el mal, es decir, los odiosos. Y esto no es admisible.
Juan José Gutiérrez Alonso es profesor de Derecho Administrativo en la Universidad de Granada