Otro Auschwitz, más cerca de lo que creemos
Al ver 'La zona de interés' me acordaba de otro horror no menos invisible y aséptico que tenemos más cerca. No en la Polonia ocupada por los nazis, sino en la España de 2025, y no al otro de la valla, sino a unos metros de nuestras casas, en los hospitales de la Seguridad Social y en las clínicas abortistas
Ahora que se conmemoran los ochenta años de la liberación del campo de Auschwitz acabo de ver La zona de interés, la oscarizada película basada en la novela del mismo título de Martin Amis. Como el lector sabrá, trata de la vida cotidiana de un jerarca de las SS y su familia en una bonita vivienda situada a escasos metros del campo de exterminio. Sólo le separa de los hornos crematorios una valla. A un lado, el horror; al otro, la rutina diaria. La película pone ante los ojos del espectador el apacible transcurrir de los días del jerarca, su mujer y los hijos, indiferentes por completo a lo que sucedía al otro lado de la valla. Se oye, es cierto, el detonar aislado de algún disparo y quejidos humanos, y, en la noche, los pitidos de las locomotoras que transportan ganado humano al campo de exterminio y regresan luego de vacío. Pero todo ello puesto en sordina, mientras el nazi y su familia cultivan las flores en el jardín, montan en piragua, cenan en familia… Y el mismo jerarca que, en la oficina, estudia con los empresarios un nuevo modelo de cámara de gas, por la noche, en casa, les cuenta Hansel y Gretel a sus hijos.
El enfoque invisible, mostrar el horror sin mostrarlo; y el contraste, entre el infierno de Auschwitz y la apacible cotidianeidad de los verdugos, permiten plasmar la banalidad del mal, de la que hablaba Hannah Arendt refiriéndose al eficiente y aséptico Adolf Eichmann.
Mientras me estremecía con La zona de interés me acordaba de otro horror no menos invisible y aséptico que tenemos mucho más cerca. No en la Polonia ocupada por los nazis de los años 40, sino en la España de 2025, y no al otro de la valla, sino a unos metros de nuestras casas, en los hospitales de la Seguridad Social y en las clínicas abortistas. Y ante este nuevo exterminio, nos conducimos indiferentes sin que altere lo más mínimo nuestra rutina diaria, igual que los personajes de la película.
Los nazis mandaron a las cámaras de gas a seis millones de personas. Judíos en su mayoría, pero también católicos, gitanos, eslavos, homosexuales, discapacitados. ¿Por qué? Porque todos ellos eran Untermensch (literalmente sub-humanos) y porque representaban una amenaza para la raza aria. Así lo prescribían sus leyes. Los españoles llevamos ya 2,67 millones de vidas humanas liquidadas en el seno materno desde que se aprobó la primera ley del aborto, en 1985. A razón de unos 90.000 abortos anuales. ¿Por qué? Porque el nasciturus es menos que nada. Untermensch, ya se sabe. Y porque, en muchos casos, representan una amenaza para la salud sexual. Así lo prescriben nuestras leyes.
Y en la España de 2025 como en la Alemania de los años 40 se trata, además, de un lucrativo negocio. Un ginecólogo de la sanidad pública que por la tarde practique abortos en la privada se puede levantar 200 euros por cada intervención. Con un poco de suerte, puede meterse en el bolsillo 10.000 o 12.000 mensuales. Con eso, más su sueldo, tiene para vivir razonablemente bien, piraguas, piscina y chalet ajardinado incluido. Como el de la película.
Interesa que la bien engrasada maquinaria funcione a pleno rendimiento. Para eso están leyes ad hoc, como la de Zapatero, reformada por Sánchez, que amplía el número de abortos, al poder practicarlos sin cortapisas. Se trata de exterminar más Untermensch, de forma más rápida, eficiente y masiva. En La zona de interés también se ve como el Gobierno de Hitler amplia el número de campos de exterminio y como el aumento de la producción sirve para que los industriales se lucren fabricando hornos crematorios con mayor capacidad.
Pero a fuerza de ocultarlo, a fuerza de enmascarar el horror con eufemismos –interrupción voluntaria, derechos reproductivos etc.–, a fuerza de llamar mal menor a leyes que legitiman la destrucción masiva de vidas humanas, nos hemos acostumbrado y nos hemos convertido en cómplices, que apoyamos con nuestros impuestos la industria de la muerte. Tan cómplices como aquellos alemanes que se daban la vuelta en la cama cuando el pitido de trenes en la madrugada, camino de Auschwitz, interrumpía su apacible sueño.
Deberíamos romper el silencio, protestar, movernos… Mas ¿cómo significarse, con la que está cayendo?, ¿arriesgarse a que te señalen con el dedo por fundamentalista o negacionista de los derechos reproductivos? Y, por otro lado, cualquiera se atreve ahora a desmontar un tinglado que lleva funcionando, con puntualidad digna del eficiente Adolf Eichmann, cuarenta años. Con tantos intereses creados. Tantas voluntades compradas. Y tantas amenazas para quien se atreva a objetar. ¿Va un ginecólogo a jugarse los cuartos y acabar en una lista negra por negarse a practicar abortos? ¿Va un gobernante a renunciar a sus prebendas por meterse ahora en líos? ¿Y quedarse sin ese idílico tren de vida?, como el de la esposa del jerarca nazi de La zona de interés, que no quiere que los trasladen porque allí, junto a la valla de Auschwitz, tienen la vida hecha, sus flores, sus piraguas, sus piscinas…
¿Cómo nos juzgaran las futuras generaciones, cuando Occidente haya dejado atrás la costumbre de destruir a sus crías, como –antes– dejó la esclavitud, o como Alemania, el exterminio de los Untermensch? ¿Qué pensarán de nosotros que seguimos yendo a la oficina por la mañana y contando cuentos a nuestros niños antes de dormir, ignorando olímpicamente los pitidos de las locomotoras en la noche? ¿En qué nos diferenciamos de los alemanes de los años 40? ¿En qué se diferencian nuestros gobernantes de los jerarcas de las SS, igual de asépticos unos y otros? ¿En que no calzan botas altas, ni visten uniformes con el emblema de la cruz gamada?
- Alfonso Basallo es periodista y escritor