Cosas del interregno
Europa hace mucho que dejó de ser «el mundo que importa». Sus naciones, aún las mayores, carecen de talla estratégica a escala global y la Unión Europea, que podría tenerla, carece de soberanía para formular una política exterior y de seguridad común que resulte creíble
En sus Quaderni del carcere, Antonio Gramsci mostró una rara creatividad, tal vez porque su prolongado encierro le ofrecía una forzada oportunidad a la reflexión. Contemplando la Europa de la primera posguerra mundial, el revolucionario italiano denominó metafóricamente «interregno» a aquella difícil etapa histórica, un tiempo en el que «lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer».
El sistema multipolar de la Paz Armada había estallado en una destructiva Gran Guerra que terminó con cuatro Imperios y no sólo fragmentó Europa irremisiblemente, sino que dividió el mundo en cuatro áreas de comercio, regidas por la libra, el dólar, el oro y el simple trueque practicado por los derrotados. Dos paradigmas socialistas, uno internacional y otro opuesto nacional, fundamentarían regímenes totalitarios que competirían entre sí en su rechazo del orden liberal, que parecía abocado a la desaparición. Cosas del interregno.
Cuando en 1938, Hitler invadió los Sudetes para proteger los derechos de la minoría germanoparlante de Checoslovaquia, violó las fronteras después de haber roto las limitaciones que imponía a Alemania el Tratado de Versalles. La actitud de apaciguamiento adoptada por el premier Chamberlain en Múnich no impediría que los totalitarismos alemán y soviético invadiesen Polonia un año después. La guerra estalló y se generalizó.
Terminada la guerra, las potencias signatarias de la Carta de las Naciones Unidas se comprometieron a resolver pacíficamente sus controversias para librar a las generaciones futuras del flagelo de la guerra. Pero no fue hasta la caída del Muro de Berlín cuando pudo implantarse verdaderamente un orden mundial monopolar de inspiración liberal capitalista. Es este el sistema aún vigente al que hoy se alude una y otra vez como «un orden internacional basado en normas»; en normas jurídicas.
Desde entonces, Europa ha vivido casi tres décadas de seguridad excepcional, sólo perturbada por la inestabilidad de los Balcanes, felizmente superada y, en los últimos diez años, por las recurrentes crisis de Ucrania. Asistimos hoy atónitos al colapso de este sistema en Europa. ¿No hemos aprendido nada del pasado? Las semejanzas de la crisis de los Sudetes de 1938 con la de Ucrania en curso, que no podemos exponer aquí, son sugestivas e inquietantes. ¿Es Donald Trump un nuevo Neville Chamberlain? ¿Seguiría Polonia, como entonces? La Historia no se repite, pero a menudo rima, en cita atribuida a Mark Twain.
Ciertamente el sistema internacional, como entonces, da signos de agotamiento. Hay un nuevo orden que, como se planteó en la Agenda de la reciente Conferencia de Múnich, aún no ha podido nacer, pero que se anuncia multipolar. Grandes potencias emergentes conforman un «Sur Global» reivindicativo, cuando no abiertamente revisionista, que China aspira a liderar. Promete ser un orden dominado por la competición, pero también por la interdependencia entre múltiples centros de poder, cuya inestabilidad amenaza las complejas cadenas de suministro formadas por la globalización, mientras el dólar puede perder su posición frente a otras divisas fuertes.
Como anunció Robert Kagan, la geopolítica ha vuelto. Estados Unidos ya no puede custodiar un orden semejante sino, ante todo, contener o al menos equilibrar a China en el Indo Pacífico y recuperar su vigor económico. Estando en su segundo mandato, es fácil entender las prisas del Presidente Trump por salir de conflictos en otras regiones en las que los Estados Unidos se hallan comprometidos como Oriente Medio y Europa Oriental, y en ambos está presente Rusia. También lo está en Extremo Oriente, unida a China por su «amistad sin límites». Rusia es, por tanto, la variable que, en primer término, la nueva Administración norteamericana debe despejar.
Pueden pensar lo que quieran de Donald Trump. Sus formas son impropias de la relación entre líderes internacionales, su inclinación a respetar el derecho internacional cuestionable y, sobre todo, su tendencia a forzar la calificación de los hechos a la conveniencia del interés nacional de su país, francamente relativista. Juicios morales aparte, el presidente norteamericano se atiene a sus intereses estratégicos, poniendo dramáticamente en evidencia la inanidad geopolítica de las naciones de Europa en cuanto concierne a sus intereses de seguridad, no digamos la de la Unión Europea.
Europa hace mucho que dejó de ser «el mundo que importa». Sus naciones, aun las mayores, carecen de talla estratégica a escala global y la Unión Europea, que podría tenerla, carece de soberanía para formular una política exterior y de seguridad común que resulte creíble y concite una estrategia económica común que frene, como el informe Draghi muestra, su declive económico frente a Estados Unidos, China y otras potencias. El desdén implacablemente mostrado hacia Europa por Donald Trump en la negociación con Rusia muestra a las claras las críticas expectativas de la Unión Europea como uno de los polos del orden mundial que la Agenda de la reciente Conferencia de Múnich presagia.
Salvo un voluntarismo difícil de sostener, nada apunta a una soberanía europea. Los gobiernos europeos y las instituciones comunitarias deben afrontar la seguridad del continente como un desafío común, partiendo de sus propias realidades nacionales y de unos intereses vitales no compartidos, sino interdependientes. Durante ocho decenios, la defensa europea, razón de ser de la Alianza Atlántica, ha sido estructurante de la seguridad global y debe seguir siéndolo. Basta considerar la práctica inexistencia de otro «paraguas nuclear» en este complejo hemisferio que el esgrimido por el gran aliado americano.
Dicho eso, la solidaridad trasatlántica no sólo aporta fortaleza y cohesión a Europa frente a sus retos estratégicos, sino una sólida retaguardia a los Estados Unidos en la competición global. Europa debe hacerlo valer. La cumbre de la OTAN, prevista para el próximo junio, debería proclamar una vez más la unidad de Occidente frente a los desafíos del nuevo orden internacional emergente del presente interregno. Un orden en el que el crudo realismo de la relación geopolítica no excluya la guía de los principios morales y la racionalidad del derecho en las relaciones internacionales, que sigan librando a las generaciones futuras del flagelo de la guerra, tras la salida del interregno.
- Agustín Rosety Fernández de Castro es general de Brigada (Ret.), CIM