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Santa Teresa de LisieuxPixabay

Teresa de Lisieux: la poseedora de los cielos

Hoy la Iglesia católica celebra a la festividad de santa Teresita del Niño Jesús. 

F. Nietzsche es, para quien tenga suficiente amplitud de miras, un buen teólogo en prácticamente todos aquellos puntos en los que no habla de teología. Y no me refiero solo a que participe plenamente de la matriz cultural cristiana que engendra su obra, sino también a su deseo interior y su búsqueda de la verdad íntima del hombre. Si los autores académicos al uso de su tiempo hubieran participado de un tercio de su espíritu teológico, de su pathos irrefrenable por descubrir la verdad, entonces la historia de la teología no se hubiera quedado anquilosada en la fría piedra de una estrechura y un moralismo que, por lo demás, son el verdadero desencadenante de la obra de este fatídico autor.

Pero Teresa de Lisieux, y en esto no se puede dudar, se habría sentido muy a gusto en la presencia y amistad de Nietzsche, no solo por ser pecador, sino por su misma doctrina. A Teresita nadie puede darle lecciones de amor fati. Es más, ella hubiera sido para él el apoyo que le faltaba para elevarse unos pasos más arriba del alto monte de Zaratustra, donde, de nuevo, Nietzsche hubiera encontrado resucitado de sus propias manos a Aquel que consideró siempre, en el fondo, su único Interlocutor.

«No, no miro al cielo porque quiera ir a él, miro al cielo porque es hermoso».Santa Teresita del Niño Jesús

En el lecho de su enfermedad, un día Teresita se quedó mirando al cielo. Su hermana, allí presente, le preguntó si miraba al cielo porque quería ir a él. Pero Teresita dijo algo de lo que muy pronto se arrepintió, no por el contenido material de sus palabras, sino al ver la cara de su hermana. Con su respuesta daba en rostro al ambiente espiritual de una época, poco acostumbrado a eso de que el cristianismo no quita nada, absolutamente nada, de la que hace la vida humana plena y dichosa. Su madre Celia, una santa mujer, al encuentro nupcial con su santo marido Luis, padre de Teresita, había caído en la cuenta, de repente, de que los esposos, con el fin de tener hijos, hacían algo más que mirarse a los ojos tímidamente. Nadie se había acordado de comentarle en qué consistía eso del ayuntamiento carnal. Y, en fin, que la respuesta de Teresita a la pregunta de su hermana fue: «No, no miro al cielo porque quiera ir a él, miro al cielo porque es hermoso».

El problema de Nietzsche es que le faltó la libertad que tanto predicó en sus escrituras. Libertad —digo— para distanciarse del evangelio predicado por los puritanos y para acercarse al verdadero Evangelio de Jesucristo, que dijo: «si no os hacéis como niños no entrareis en el Reino de los cielos». Para ser libres nos ha liberado Dios. Y si la libertad no estuviera en el horizonte último del místico verdadero, incluso cuando macera su cuerpo a penitencias, entonces este merecería toda la saña del filósofo. Pero Nietzsche no supo mirar más allá para ver cómo el santo verdadero encarna lo que él tanto deseaba para sí: ser como el sol que se bebe los océanos. Ese es el místico, y así debería haber sido en la mente de Nietzsche, si hubiera leído con ojos libres los versos de san Juan de la Cruz, de quien Teresita es considerada la mejor discípula: «Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre. Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza, y alcanzarás las peticiones de tu corazón».

El santo es el camello del que hablaba Nietzsche, transformado en león por la penitencia, transformado en niño por el abandono. Santa Teresita, apenas más que una niña, se sabía merecedora y poseedora de los cielos y la tierra, porque todo lo de su esposo era de ella. Y así, con la delicadeza de una caricia, hizo explosionar ella sola el andamiaje jansenista que asfixiaba el cuerpo de la Iglesia. El cristiano no solo tiene derecho a disfrutar de la visión del cielo, la luna y las estrellas, sino que, en definitiva, «suyos son los cielos y suya es la tierra».