Francisco de Asís: el santo que hoy Marvel llamaría héroe
Tal día como hoy, 4 de octubre, se cumplen 795 años de la muerte de una de las figuras más relevantes de la historia de la Iglesia católica, san Francisco de Asís.
Si existe un fenómeno extraño de catalogar en la actualidad es el de los santos. Los hagiógrafos, aquellos estudiosos de la vida y obra de los hombres y mujeres elevados a los altares, adolecen males similares a los escritores de libros de viajes: encuentran poco consuelo en los números de las librerías, pagan las facturas con alguna clase suelta en la universidad, alimentan la necesidad de seguir publicando bajo el mandato de la ANECA y se nutren de las migajas que proporcionan los círculos concéntricos de conferenciantes y conferencias.
Aunque Netflix prefiera ensalzar a los influencers del momento, a las heroínas de lo inane, siempre habrá historias que superen con creces a todos los subproductos de la industria del entretenimiento hollywoodiense. Sin duda, una de las más destacadas, fue la de Francisco de Asís, que prendó a gigantes como G.K. Chesterton o al propio Rossellini, que le dedicó una oración fílmica que tuvo por título El juglar de Dios. De ella, el padre de la Nouvelle vague, François Truffaut, diría de la historia de este frailecillo que era «la película más hermosa de todos los tiempos».
De la poca prudencia a la santidad
Francisco, antes de ser San, fue el batallador lisiado antes de la batalla; el comerciante truncado por el hurto a su padre, el cual llevaría a juicio a su propio hijo por unas telas que serían el comienzo del peregrinar de Francisco por la vida.
Un santo que vivió apasionadamente su existencia, quizás hasta con falta de prudencia, tal y como recogería Chesterton:
«Un hombre no se revuelca en la nieve por una corriente tendencial que hace que todas las cosas cumplan la ley de su ser. No se priva de comer en nombre de algo, externo a nosotros, que conduzca a la rectitud. Hace cosas así, o así de bonitas, a instancias de un impulso muy diferente. Hace esas cosas cuando está enamorado. Lo primero que hay que retener de San Francisco va ligado a lo primero que aparece en su historia: que, al decirse desde el principio trovador, y al decirse después trovador de un romance más nuevo y noble, no estaba empleando una mera metáfora, sino entendiéndose mucho mejor de cómo le entienden los eruditos».
Se arrojó a la vida sin frenos y su relación con Cristo fue de un amante cautivador, que, en traducido al siglo XXI, sería la de un héroe anónimo. Abrazar a un leproso en un camino, viendo en él a su Señor, es signo inequívoco de que algo quemaba a san Francisco por dentro, que le impulsaba a la insensatez por el amor y que, para los ojos del mundo, no se podía entrever otra cosa que el delirio de un alucinado. Me imagino a aquel pobre hombre, desvalido y desahuciado por su tiempo, ver caminar semidesnudo a alguien más pobre que él, practicando la miseria por solemnidad, abrazándole con la sonrisa de un «lunático». Supongo que tal desconcierto solo es equiparable a la confusión y perplejidad que deja la infinitud en lo pequeño.
Esta «locura» es la transpiración de los actos más humanos y divinos de los santos. Por los que, en realidad, se ganan estar un par de palmos por encima de los altares.
«Fue un enamorado de Dios y fue real y verdaderamente un enamorado de los hombres, que posiblemente sea una vocación mística mucho más rara. Un enamorado de los hombres viene a ser casi lo contrario que un filántropo; de hecho, la pedantería del vocablo griego lleva en sí algo de sátira. Se podría decir que un filántropo ama a los antropoides. Pero, así como San Francisco no amó a la humanidad sino a los hombres, así tampoco amó al cristianismo sino a Cristo. Diga el que así lo crea que fue un lunático, que amaba a una persona imaginaria; pero a una persona imaginaria, no una idea imaginaria. Y para el lector moderno la clave del ascetismo y de todos lo demás se encuentra en las historias de enamorados cuando más bien parecían lunáticos».
Dijo Chesterton que «realmente habría que ser santo para escribir la vida de un santo». Bendita paradoja la que puede que termine por considerar como beato al beodo de FleetStreet, al hombre que se aproximó como nunca nadie antes al poeta de colores, al fray que usó de librillo la vida y firmó con sus propios huesos.