Teresa de Jesús: patrona de los cabezones
El 15 de octubre de 1582 fallecía a la edad de 67 años, una de las grandes maestras de vida espiritual, primera doctora de la Iglesia católica y patrona de los escritores. Reseñamos la vida de Teresa de Jesús
Los que se arrojan con más o menos fortuna a contar historias, deberían, aunque fuera por jugar con ventaja en las probabilidades de Laplace, poner de vez en cuando una vela a santa Teresa de Jesús.
La patrona de los escritores españoles, denostada por los revisionistas de la historia, debiera ser recordada no solamente por la reliquia que velaba por los sueños de Franco en la mesita de noche del Pardo sino por los hechos que la acompañaron durante y después de su larga y fructífera vida.
Porque Teresa, cuando no rezaba, fundaba, y cuando no hacía ni una cosa ni la otra, escribía.
Fue adalid de la contrarreforma. Contó con el protectorado más discreto de Felipe II, quien se valió de su fama y 'prodigios', para apuntalar la fe católica en sus horas más delicadas. Fue una lectora voraz –«era tan en extremo lo que en esto me embebía que, si no tenía libro nuevo, no me parece tenía contento» (Libro de la vida 2, 1)–, lo que, irremisiblemente, dio con una escritora empedernida. Sus obras completas recogen algunos de los libros más importantes dentro de la mística universal. Es el caso de El castillo interior, también conocido como Las Moradas, cuyas enseñanzas sobre la oración y los frutos que proporciona el silencio y la contemplación como vías para el encuentro con Dios, trascendió nuestras fronteras para convertirse, cinco siglos después, en obra de referencia dentro del diálogo interreligioso. Pero no sólo eso. Precisamente, El libro de la vida es, por su agilidad, sabiduría, innovación narrativa y capacidad subversiva, una de las lecturas imprescindibles del barroco español. Sus hagiógrafos aseguran que, aunque solo se conservan cerca de 500 cartas dentro de su epistolario, llegó a intercambiar más de 15.000 escritos con lo más granado de la época: fray Luis de León, san Juan de Ávila, san Juan de la Cruz…
Fue arrojada, lo que en la mercadotécnia actual consideraríamos un caso paradigmático de emprendedora de éxito. Revolucionó su Orden, renovando una tradición que bebía desde los propios eremitas del Monte Carmelo –allá por el siglo XII– y empezó a fundar conventos de clausura –hasta llegar a 17 fundaciones en vida– con el principal patrocinio de sus buenas maneras y sandalias, cuarteadas a lo largo y ancho de nuestra geografía.
Ávila no sería más que piedra amontonada en un montículo frío si no fuera porque Teresa se lanzó a los caminos como una enamorada
Santa Teresa fue incómoda hasta tener a la inquisición soplándole el cogote, prohibiendo en un inicio la circulación de sus escritos, porque qué era eso de poder hablar en categoría de «enamorada» con Dios. Puso, en no contadas ocasiones, su salud a disposición de una vocación, hecho que, sin que se nos pida llegar a tal extremo, tendría que ser evocador para los que desean acogerse a su patronazgo y que además persiguen poder sustentarse de las migajas que deja tras de sí el mundo editorial.
Perdió mucho por el camino, como la fundación de Pastrana, la enemistad de por vida con la todopoderosa princesa de Éboli o el no haber tenido ocasión de fundar en la capital del mundo en aquella época, Madrid. Sin embargo, murió satisfecha con la simple premisa de morir como «hija de la Iglesia».
Lo verdaderamente asombroso de esta andariega es que creyó en que lo que hacía tenía un eco para la vida de los demás e iba en consonancia con su propia historia, una historia de amor donde ella había sido arrebatada por su amado. Huelga decirlo, pero Ávila no sería más que piedra amontonada en un montículo frío en algún lugar de la estepa castellana si no fuera porque Teresa se lanzó a los caminos como una enamorada. Y enamoró hasta el punto de acercar el cielo con la tierra, dejando una herencia espiritual que acoge a más de 14.000 frailes y monjas en 120 países y cuenta en su haber con algunas de las mejores mentes y plumas de nuestra historia, de cuyo activo no solo se beneficia la Iglesia, sino la humanidad entera.