Mal rayo te parta, tocayo
De pronto, viene a la cabeza la llamada que no hiciste, o te asalta la promesa incumplida, la intranquilidad del libro a medio escribir, el encuentro que no pudo darse, y repasas en la memoria el acto de apagar las luces de la casa familiar para que tu madre no te riña con razón
No hay nada como una vuelta a casa en autobús de línea para destrozar tu ya maltrecha espalda y poner nombre al desvarío mental que, solapado, se disimula detrás de una fachada de formalidad. Como esta vez no conduces, te abandonas temeroso en las manos del experimentado conductor, y te dejas caer en la incomodidad de la butaca, muy atento a no molestar en la lucha de codos por el apoyabrazos, si aún albergas un mínimo de respeto al prójimo que, en este caso, –como en tantos otros–, se hace demasiado prójimo y se expande sin remilgos como una masa informe sobre tu mismidad. Pero bueno, disculpas, sonríes y miras por la ventana los coches que nos adelantan veloces y los reflejos de los pasajeros en el cristal. Algunos leen con el móvil reposando entre las páginas o comentando por teléfono lo mucho que queda de trayecto; otros viajan joviales y predispuestos al jolgorio de una de las mil bodas de algún primo, que de nuevo colapsarán el sábado celeste de Granada, y otros, los más atrevidos, dejan caer esa mirada impúdica y terrible... esa mirada que puede ser la última –quién sabe–, antes de la promulgación de las nuevas prohibiciones calvinistas del Estado.
Ya en Valdepeñas, el ojo se distrae en los recortes del paisaje y en las fauces de los cortijos encantados que se aproximan para darte un susto, aunque al final sólo se deslizan y se marchan entre las curvas de otro ocaso inevitable. Pero la mente pocas veces secunda al objeto de la mirada; ella divaga ligera, libre como un ángel cincelado en los retablos de Dios y, aunque un mar de olivares prenda su oración a la deidad Andalucía, y su resplandor incendie la campiña hasta el corazón mismo de Tartessos, que hay quien dice que es la Atlántida perdida, tú ya no estás ahí, ni ves el milagro de la luz que muere intentando agarrarse a cada sombra; tú ya has echado también a volar, perdido en esa ausencia extraña de nubarrones del pensamiento, que te arrebata y te devuelve de la tierra al cielo, de una imagen a otra de recuerdos encadenados, ocurrencias que olvidaste decir y preguntas que ves ir formulándose entre los bocetos emborronados del tiempo.
De pronto, viene a la cabeza la llamada que no hiciste, te asalta la promesa incumplida, la intranquilidad del libro a medio escribir, el encuentro que no pudo darse
De pronto, viene a la cabeza la llamada que no hiciste, o te asalta la promesa incumplida, la intranquilidad del libro a medio escribir, el encuentro que no pudo darse, y repasas en la memoria el acto de apagar las luces de la casa familiar para que tu madre no te riña con razón. Pasas lista imaginaria a todas las cosas que sueles dejarte porque deben saltar solas de la maleta, o te reprochas con indulgencia un nuevo error mientras palpas en la chaqueta las gafas de leer y las ganas de fumar, que también se disipan tarareando una letrilla recogida con mimo por Demófilo, el papá de los Machado.
Y entonces, algo se alumbra en ti al enhebrar un razonamiento breve sobre la mórbida decadencia occidental y la vida como ese tránsito sediento de extravíos y hallazgos de uno mismo con su origen transcendente, aunque, en el fondo, intuyes que lo debió pensar antes –y mucho mejor– cualquier otro, y tú sólo lo leíste por ahí en algún aforismo filosófico barato atribuido a Schopenhauer, o a alguien que se metía con el que defendía a la Iris Simón por querer vivir en un pueblo como su abuela, y casarse con su novio. Pero la palabra pueblo, sin saber por qué, me ha llevado a otra palabra y a otra tierra. Y he aparecido en Toledo… esa Toledo con su catedral y su olor a imperio y a Corpus, con su enjuto Greco, sus desvelos curiales por la Cultura y todo eso que ha removido estos días las ruinas de la Cristiandad, y tú te sonríes malicioso porque a esta hora de la semana, y como no eres afortunadamente ese líder de opinión que se alimenta del escándalo, te has mantenido en la insulsa neutralidad de los equidistantes condenados en su círculo dantesco.
Y hablando de dantesco; ya casi entrando en Granada y su acostumbrado atasco, he vuelto en mí y he recordado el cumpleaños de Virgilio, y que es una pena que Teresa de Jesús no hubiera nacido antes para protagonizar La Comedia con Beatriz, y que sería maravilloso escribir una columna sobre la transgresión feminista de un Carmelo atosigado por la represión abusiva de los hombres. Pero al abrir El Debate he descubierto entre maldiciones, que Ricardo Morales ya se había adelantado, porque resulta que la Santa de Ávila es su patrona. Mal rayo te parta, tocayo. ¿Y ahora de qué escribo yo?