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Jinete sin cabeza. Sleepy HollwEl Cine en la Sombra

Ha llegado Halloween

En torno a Halloween

Estos días proliferan por las ciudades españolas los disfraces de hombre lobo o de vampiro. Abundan los grupos de brujas, brujos y zombis camino de locales de ocio decorados con telarañas y ruinas. Los escaparates se han poblado de calabazas iluminadas

Moda cultural y mercado, esta fiesta, que entremezcla elementos paganos y cristianos, tiene resonancias célticas y aparece revestida del imaginario de la literatura y el cine. Ahí están los jinetes sin cabeza como el del El misterio de Sleepy Hollow, el largometraje de 1999 dirigido por Tim Burton y protagonizado por Johnny Depp y Christina Ricci. Burton se basó en un cuento de Washington Irving publicado allá por 1820. Como sucede con los relatos de aparecidos, cuyo origen podemos remontar hasta la antigüedad, el vampiro moderno también tiene credenciales académicas y artísticas. Cuando Dom Calmet publicó en 1746 su Tratado sobre las apariciones de los espíritus y sobre los vampiros, no sabía que John William Polidori y Bram Stoker convertirían a los «no muertos» en iconos de nuestro tiempo. El lector de los «Lais» de María de Francia encontrará en el titulado Bisclavet (Alianza, 2017) un relato de licantropía bello e inquietante. Las brujas de Una noche en el Monte Pelado de Músorgski bailarían con Mick Jagger «Sympathy for The Devil» y después se irían a ver El corazón del Ángel (Alan Parker, 1987).

Admitamos, pues, que Occidente está fascinado con el terror y, más en general, con las ciencias ocultas. Lleva así bastante tiempo. Sin alejarnos mucho de nuestro tiempo, la Alemania de Weimar conoció la proliferación de círculos espiritistas, sociedades secretas, revistas de ocultismo y magos. La búsqueda de los hiperbóreos y el regreso a la naturaleza casaban bien con las teorías sobre la pureza racial y el culto al cuerpo humano. Podría trazarse un retrato del hombre ario a partir del pensamiento ocultista y las modas culturales de la Alemania de finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX.

No debería sorprendernos. El ser humano contemporáneo vive en un desgarro continuo. La creciente deshumanización de nuestro modo de vida, que la tecnología digital ha acelerado pero que ya estaba presente desde las revoluciones industriales, ha producido una quiebra espiritual y una insatisfacción existencial. No hemos superado el «malestar en la cultura» que denunciaba Freud en 1930. El mundo de lo oculto y las mitologías del terror facilitan una «huida del tiempo» a la vez que brindan una identidad. Piénsese, por ejemplo, en determinadas tribus urbanas y modas juveniles como los «góticos».

Al tiempo que brinda una forma de escapar de la insatisfacción cotidiana, Halloween participa del desenfreno del carnaval y del regreso a lo dionisíaco. Durante unos días, las reglas sociales ceden y, amparados por el disfraz, uno puede abrirse a otras experiencias. El mundo sobrenatural – los muertos, los espíritus, los fantasmas, el Maligno– se presentan como parte de un conocimiento y una experiencia liberadoras. Frente a la tristeza cotidiana, resuena la danza de los muertos.

Naturalmente, no todo el que participa en Halloween presta atención al trasfondo simbólico de la fiesta. En realidad, se trata de una experiencia y no de una doctrina. Sin embargo, estos días y esa noche, con su procesión de calabazas y su fascinación por la muerte, nos indica algo de nuestra época. Esa atracción por el más allá señala el camino de huida de un «más acá» alienante e insatisfactorio. Si ampliamos el espectro de ese malestar, veremos que buena parte de las modas culturales indican una infelicidad que trata de paliarse de distintos modos. Algunos lo intentan en celebraciones como Halloween. No funciona, pero distrae.