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¡Viva la muerte!

Siempre me he imaginado a una familia de ocho hijos viviendo en un cajero para entender el drama que supone la realidad de ese matrimonio cristiano en Irak. Si no es así, uno pierde la perspectiva

Últimamente andamos todos muy preocupados con la muerte. Eso en cierto modo significa que estamos bien diseñados, porque el ser humano está llamado a la vida. Pero ¡Ojo con querer vivir para siempre en este mundo! Al final acabaríamos deseando la muerte, por cruel que fuera. Pues también estamos llamados a un amor más grande, que solo podremos encontrarnos en el otro barrio. Y para eso hay que palmarla.

Aquí, en el primer mundo, parece que la gente acaba de descubrir que está llamada a morir. Seguramente la pandemia tenga algo que ver en esto. Vamos todos como pollos sin cabeza, cagados de miedo, no vaya a pillarnos algo que nos deje tiesos. Pero en otros países llevan años mirando de frente a la muerte. Y no solo mirándola, también sonriéndole.

En Irak hablamos con cristianos que habían visto morir a sus hijos, que tenían a familiares desaparecidos, que se habían quedado sin hogar, sin sus ahorros

Recuerdo todavía como si fuera ayer mi primer viaje a Irak con veintiún años. Habíamos montado un grupo de siete amigos para ir a grabar un documental sobre la vida de los cristianos perseguidos en aquel país. Estaba convencido de que volvería machacado viendo tanto dolor.

En Irak hablamos con cristianos que habían visto morir a sus hijos, que tenían a familiares desaparecidos, que se habían quedado sin hogar, sin sus ahorros, sin trabajo… Gente a la que lo único que le quedaba era la ropa con la que un seis de agosto de 2014 había huido de su casa y poco más.

Eran familias que habían pasado en menos de veinticuatro horas de tener una vida cómoda (casa, coche, trabajo…) a vivir entre ratas y a la intemperie. Para la mayoría la vida cambió un 6 de agosto de 2014. Para otros, el 10 de junio de ese mismo año. Y cuando yo viajé a Irak por segunda vez llevaban ya más de tres años en esas condiciones. Siete años después, muchos siguen igual.

Entre esos cristianos conocí a una familia que tenía ocho hijos y ningún coche. No quiero imaginar lo que fue tener que distribuirlos a todos durante esa noche caótica de agosto para ponerlos a salvo, rumbo a Erbil. La llegada de Daesh era inminente.

Esos padres dejaron atrás su casa, los libros de sus hijos, los juguetes, la ropa y los amigos. Y con todo eso ya perdido llegaron a Erbil, donde se pusieron a dormir en la calle, en una esquina, resguardados del sol de cincuenta grados que aplasta a los iraquíes en el mes de agosto. Así vivieron durante meses.

Siempre me he imaginado a una familia de ocho hijos viviendo en un cajero de mi calle para entender el drama que supone la realidad de ese matrimonio. Si no es así, uno pierde la perspectiva.

Tiempo después el matrimonio consiguió vivir en un centro comercial en construcción donde la falta de higiene y una plaga de ratas los acompañó durante todo el tiempo. Y ya por último, gracias a la Iglesia, más adelante, consiguieron dos contenedores de mercancías adaptados para poder vivir los diez miembros de la familia.

Para que el lector pueda hacerse una idea, el tamaño de un contenedor de mercancías está entre lo que vendría a ser una lata de sardinas y un zulo de diez metros. Fue en esa lata de sardinas donde la madre se quedó embarazada del noveno hijo. Una criatura preciosa a la que pudimos conocer. La alegría de la lata.

Los más pobres del lugar trataron como a reyes a unos tipos que nadábamos en la abundancia

Y recuerdo cuando cuatro desgraciados que venían de Europa llamaron a la puerta y nos invitaron a pasar. Hicieron espacio para que cupiéramos en la mesa y nos invitaron a comer. Y nos agasajaron ellos a nosotros. Los más pobres del lugar trataron como a reyes a unos tipos que nadábamos en la abundancia.

Al acabar de comer, nos explicaron, entre bromas y con una sonrisa, el infierno que llevaban viviendo durante cuatro años. Cuatro años. Cuatro Navidades. Cuatro veranos. 1.456 días sin trabajar. Cuarenta y ocho meses viviendo sin nada y sin perspectivas de futuro. Pero esos tíos sonreían después de cuatro años.

Y yo detrás de la cámara me preguntaba: `¿Cómo estos desgraciados pueden estar así de contentos?´ ¿Por qué hay tanta paz en su corazón?´ Yo tenía una vida mucho más cómoda y tranquila pero envidiaba esa alegría y esa paz que veía en ellos.

Al final de nuestro encuentro se despejó la duda cuando me dijeron: «Nunca nos hemos sentido abandonados por Dios». Esa ha sido la única explicación razonable que he encontrado hasta hoy a su alegría y a su paz. Una fuerza que no nace de ellos, que viene de fuera, y que los sostiene.

Algunos dirán que la fe ayuda, que es una cuestión de autosugestión. Yo sé que la fe no es un refugio psicológico en los momentos de oscuridad. Y sé que esa gente no está sugestionada.

Cristo, que vive, está sosteniendo a esos hijos suyos a los que nosotros muchas veces hemos abandonado

Lo que pasa es que Cristo, que vive, está sosteniendo a esos hijos suyos a los que nosotros muchas veces hemos abandonado. Solo así se entienden cuatro años de infierno con una sonrisa. No hay libro de autoayuda que aguante eso, por muy optimista que uno sea.

Y lo que aprendí de esos cristianos es que aunque no lo digan, gritan muy alto cada día: ¡Viva la muerte! Que viene a ser lo mismo que decir: ¡Viva Dios! Porque solo el hombre libre que vive enamorado del Señor es capaz de mirar de cara a la muerte como hacen ellos y gritarle un viva. Pues es a través de la muerte que nos encontraremos con el Creador.

Por eso hay tanta paz y tanta alegría en su corazón. Porque, aunque sigan vivos, ya han empezado a morir por Cristo en esta vida. Y ya han empezado a degustar los manjares de la vida eterna.

Ojalá el Señor nos dé también a nosotros la fuerza para, como ellos, gritar cada día: ¡Viva la muerte que da la Vida!