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Monasterios y vida contemplativa

Si el mundo calla, «gritarán las piedras»: Sobre la casi extinta vida monástica en España

Según datos de la Memoria de Actividades de la Iglesia, en España quedarían 751 monasterios en cuya clausura vivirían consagradas 8.739 personas. Esto supone poco más de diez miembros por monasterio

Heredero del 68, el sociologismo parece continuar siendo el instrumento privilegiado de análisis de las más diversas instituciones y grupos humanos: la familia, la escuela, la juventud, la derecha, la izquierda y, en un lugar ya lateral pero bien cristalizado, la Iglesia. Dado que los vínculos y que los principios que ordenaban el tejido social se han disuelto, da la impresión de que sólo quedaría confiar en que la estadística establezca y fije los rangos que corroboren nuestras opiniones. ¿Habría vida si no se pudiera encajar en una hoja Excel? Parece que nuestra época no está segura.

Según datos de la Conferencia Episcopal Española, en 2018-2019, es decir, antes de la pandemia, en España quedarían 751 monasterios en cuya clausura vivirían consagradas 8739 personas. Poco más de 10 miembros por monasterio. Aunque mayor en número, la vida religiosa en general apenas alcanza un promedio de dos cifras en cada una de sus casas. Por el contrario, casi medio millón de fieles laicos se agruparían en movimientos y asociaciones. Si se tiene en cuenta la media de edad, más allá de focos concretos, podría decirse que la vida monástica (y religiosa) no es que languidezca. Está casi extinguida.

No obstante, en las Jornadas Pro orantibus  se repite constantemente, como un lugar común, que la vida consagrada constituye la riqueza de la Iglesia. Suena casi como una frase de condolencia anticipada. Mientras, se estaría pensando qué se puede hacer con su patrimonio sobre todo artístico y material.

Imagen actual del Monasterio de YusteEFE

De licores y escándalos a las `periferias´

La imagen habitual de los monasterios se ha asociado con los dulces y los licores que las `monjas´ o los `frailes´ vendían tras el torno o con los diversos productos que se pueden adquirir en sus tiendas de souvenirs. También suele comentarse, no son cierta condescendencia, la sustitución del trabajo manual por tareas informáticas como un medio para subvenir a las necesidades básicas de comunidades envejecidas o con vocaciones venidas de otros países que no siempre han logrado adaptarse a ritmos y modos de actuar.

Como en tantos aspectos del mundo mediático, suele prestarse atención a esta realidad de la Iglesia, que ha hecho del silencio y la soledad su opción de vida, cuando estalla algún escándalo de cualquier tipo o se ven involucrados en las cotidianas peleas políticas y sociales. A veces parece que en España sólo existan dos abadías: la del Valle de los Caídos y la de Montserrat.

Dentro de la propia Iglesia no es infrecuente que se les anime a no encerrarse entre los muros de sus edificios. Se les reprocha implícitamente que se refugien en una imaginada religiosidad interior. ¿Acaso no decía el santo Hermano Rafael que una Trapa sin Dios no es sino una reunión de hombres? ¿No es en el fondo `vivir en las periferias´  perseverar hoy día atento a los desiertos en que se siente perdido el corazón humano, a menudo en medio de territorios cada vez más despoblados o cuya actividad económica sigue girando allí donde se asentaron hombres y mujeres entre hace quinientos y mil años contribuyendo a crear, contemplar y padecer la historia de España?

Monasterio de San Juan de Duero, en SoriaWikimedia

Turismo religioso

Resulta indudable que el turismo sigue siendo una fuente de ingresos para estas comunidades monásticas que, para conservar un patrimonio mayoritariamente declarado bien de interés cultural, se han visto obligadas a cederlo a instituciones públicas como Patrimonio Nacional, diputaciones o comunidades autónomas, como en el caso del Monasterio de las Huelgas (Burgos). Otros todavía quedan en manos de comunidades monásticas, como el Monasterio de Silos (Burgos) y el de Samos (Lugo). La pandemia ha causado también un grave impacto es este aspecto, incluso con el cierre de las hospederías que, al margen de las internas, en no pocos lugares constituían pequeños negocios de hostelería y restauración.

De hecho, la ruta del Císter en la Conca de Barberà (Poblet, Santas Creus y Vallbona de les Monges) o la ruta por los Monasterios de Navarra (Leyra, Oliva, Iranzu…) han pretendido potenciar el turismo rural con el cultural y religioso. Tampoco cabe olvidar que los monasterios más emblemáticos, ejemplificado en grado sumo por el de El Escorial, nacieron bajo el patronato real o de la alta nobleza hasta convertirse en sus panteones.

Aparte de benedictinos y cistercienses, en sus ramas masculina o femenina, sobresalen otros monasterios que, a lo largo de los siglos XIX y XX, han podido ir pasando de unas órdenes a otras (cartujos, jerónimos, premonstratenses…), con el fin de restaurar la vida monástica en ellos, como es el caso del Monasterio del Paular (Madrid) o el del Monasterio de San Jerónimo de Yuste (Cáceres) en el que, tras un breve paréntesis a causa de la retirada de los jerónimos (2009-2013), ha vuelto a acoger una comunidad de monjes de la Orden de San Pablo Primer Eremita.

Religiosas orandoCathopic

Contra lo que pudiera suponerse, el siglo XX experimentó también la renovación de la vocación monacal, tanto antes como después del Concilio Vaticano II. Por ejemplo, la Cartuja de Jerez de la Frontera, pese a la retirada de los hijos de San Bruno, ha podido mantenerse la presencia espiritual con la rama femenina de la Orden de Belén, institución fundada en tiempo de Pío XII.

No siempre es fácil deslindar para el público normal la vida monástica de la vida religiosa en general, entre una cisterciense y una carmelita o una clarisa. A veces incluso el término monasterio y convento parecen intercambiables, máxime cuando también se ubican los primeros en entornos urbanos, como el de las Descalzas Reales (Madrid). A todo ello cabe añadir que el anhelo monástico de soledad y silencio ha dejado huella también en iniciativas contemporáneas mixtas que incluyen también fieles, como la representada por la Familia de Jerusalén, que han querido hacer también de la ciudad y la vida cotidiana una experiencia transformadora del desierto.

La pregunta de para qué sirve hoy la vida monástica no deja de presentar algunos rasgos en común con esa otra pregunta tan habitual de para qué sirven las humanidades

En cierto modo, la pregunta de para qué sirve hoy la vida monástica no deja de presentar algunos rasgos en común con esa otra pregunta tan habitual de para qué sirven las humanidades. Todo el mundo las ensalza mientras simultáneamente se las pretende arrinconar hasta llegar a convertirlas en impracticables.

Tanto el monje como el humanista representan un modelo de varón y mujer cuya búsqueda de la felicidad y cuyo trabajo en favor de la construcción de un orden justo de virtudes sociales entran en contradicción con una época como la nuestra que reclama `transversalidad´ y `flexibilidad´ para adaptarse a nuevos contextos. Con sus errores, con sus limitaciones, con sus miserias, el monaquismo como el humanismo no se resignan a perder su irreductible radicalidad.

Decía el teólogo Louis Bouyer que la vocación del monje era la de cualquier bautizado, pero llevada a un máximo de urgencia. Su figura recuerda que una sola cosa es necesaria y que conviene orar sin desfallecer. En las circunstancias actuales se está logrando que entregar la vida así resulte ininteligible. Sólo (y aquí) se viviría una vez.

Al entrar Jesús entre aclamaciones en Jerusalén, algunos fariseos le conminaron a reprender a sus discípulos: «Y respondiendo, dijo Jesús: `Si estos callan, gritarán las piedras´»(Lc 19,40). Con el culto y la liturgia, con su Oficio, los monjes y las monjas testimonian una fe y retienen para todos nosotros una esperanza.

Monjes benedictinos a la salida de LaudesCathopic