Cuarto de siglo
A sus veinticinco, mi padre había jugado en tres equipos de fútbol, ganado dos ligas y contraído matrimonio con mi madre que, a los suyos, había perdido un hijo cuando todavía habitaba sus entrañas, coleccionado sobresalientes y renunciado por amor, o por deber, o por ambas, a una carrera profesional que todos a su alrededor adivinaban exitosa
El jueves cumplí veinticinco años —un cuarto de siglo, dos décadas y media, cinco lustros— y lo celebré como un gitano, por la duración del festejo, y como un católico, por su intensidad. Todo habría sido alborozo y yo no habría pergeñado este artículo si, entre risa y risa, entre felicitación agradecida de viva voz y felicitación agradecida por escrito, no se hubiese colado una sombra que no era tanto tristeza como conciencia repentina de una vida precariamente vivida, la mía. A sus veinticinco, mi padre había jugado en tres equipos de fútbol, ganado dos ligas y contraído matrimonio con mi madre, que, a los suyos, había perdido un hijo cuando todavía habitaba sus entrañas, coleccionado sobresalientes y renunciado por amor, o por deber, o por ambas, a una carrera profesional que todos a su alrededor adivinaban exitosa.
Pienso en mi vida, y qué pobre en comparación. He estudiado una carrera que bah, he escrito artículos que meh y he cursado un máster que sí, este sí. He amado a dos mujeres y he deseado a algunas otras. He querido a mis amigos, los he defraudado, me han perdonado y, contumaz, los he vuelto a defraudar. He acumulado pecados, he hecho unas pocas obras buenas. Quizá no sea suficiente para dramatizar, lo sé, pero no consigo zafarme de la perturbadora sensación de haber dilapidado mi tiempo, de haber profanado con mis manos, indignas, todas y cada una de las oportunidades que Dios, indulgente con mi profanación, me ha concedido. Escudriño mi pasado y pienso que la muerte, si llegara ahora a hurtadillas, sin avisar, me pillaría a contrapié, en paños menores, con los deberes apenas empezados y una vida a mis espaldas que debería haber sido cántico pero que, ay, a duras penas ha llegado a balbuceo.
Sólo le pido a este cuarto de siglo que entra la gracia de una vida como la de san Luis Gonzaga, una vida que me permita mirar a los ojos a la muerte
Oh, la muerte. ¿Habría vivido como he vivido si la hubiera tenido en cuenta, si hubiera considerado la posibilidad de su inminencia? ¿Me habría saltado esa clase, habría asistido a aquella otra? ¿Habría publicado aquel libro tan malo, rechazado ese que estaba tan bien escrito pero…? ¿Habría sido áspero, huraño, falso, engreído, intransigente, desabrido? ¿Habría hablado así a mi madre, herido así a mi hermana? ¿Habría dedicado tanto tiempo a Instagram, Facebook, Twitter, LinkedIn, WhatsApp y tan poco a Dani, Itur, Jorge, Zuazo, Yago, Manolo, Ramón? ¿Le habría negado aquel abrazo a mi padre? ¿Habría envidiado a ese conocido que triunfaba cuando yo no? ¿Habría reducido la oración a trámite, la comunión a costumbre? ¿Habría sido tan severo con el mal ajeno y tan condescendiente con el propio? ¿Acaso habría desconfiado de Teresa? Son preguntas retóricas, porque la repuesta la sé, sí, la sé…
Yo sólo le pido a este cuarto de siglo que entra la gracia de una vida como la de san Luis Gonzaga, una vida que me permita mirar a los ojos a la muerte, cuando llegue, y espetarle algo así como que estoy listo. Porque ahora mismo, con este historial que os he resumido, sólo podría agachar la cabeza y suplicarle, humillado, que me dejara un poco más de tiempo para seguir malgastándolo.